Nacida en Savannah, Georgia, el 18 de octubre de 1902, Miriam Hopkins –que arrastraría durante toda su carrera el arquetípico calificativo de Southern Belle–, se incorporó a la nómina de Hollywood en la segunda mitad de la década de 1920, cuando un buen número de actrices procedentes de la escena teatral de Broadway y del Music Hall asaltaron la gran pantalla. Junto a futuras estrellas como Barbara Stanwyck y Claudette Colbert, a las que pronto se sumarían Bette Davis, Mae West y Katharine Hepburn, Hopkins destacó, desde el inicio de su carrera, por ser “una de las más versátiles y exquisitas actrices de cine”, según Mick Lasalle. Su reinado como la estrella más vitalista y pícara de la factoría Paramount tuvo como primer hito la realización de la comedia El teniente seductor (1931) bajo las órdenes de Ernst Lubitsch. Y, de hecho, el talento natural de Hopkins para moverse entre la artimaña y la honestidad más brutal –sus personajes tendían, casi irremediablemente, hacia el engaño más inocente– hicieron de la actriz el vehículo idóneo para la exploración por parte de Lubitsch del “teatro de la vida”.

Sin embargo, fue en El hombre y el monstruo (Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1931), la adaptación dirigida por Rouben Mamoulian del clásico de Robert Louis Stevenson, donde Hopkins exhibió por primera vez todo su potencial expresivo. En la piel de una joven artista de music hall, llamada Champagne Ivy, que primero despertaba el interés sexual de Jekyll (Fredric March) y luego acaba convertida en la esclava de Hyde, Hopkins entregó un recital de transparencia emocional que devendría el ingrediente esencial de su idiolecto actoral, según la terminología propuesta por James Naremore en su seminal Acting in the Cinema.

El imaginario visual de El hombre y el monstruo aparece plagado de planos subjetivos filmados desde la perspectiva de Jekyll o Hyde que muestran al personaje de Hopkins en plano frontal, en varias ocasiones en primer plano. Es posible intuir que, de este modo, Mamoulian aspiraba a subrayar, a través de la puesta en escena, el fuerte carácter psicológico de la representación: un estudio incisivo de la personalidad escindida del protagonista. Para ello, el director de La reina Cristina de Suecia (1933) necesitaba a una actriz que pudiese expresar un amplio abanico de emociones, a veces varias diferentes en el lapso de un conciso primer plano. Hopkins, plenamente consciente de su talento, respondió al desafío componiendo una serie de expresiones faciales con las que evocar la picardía, la lujuria, el temor, la fascinación, el terror, la alegría… En una entrevista con John Kobal, Hopkins explicó cómo Mamoulian le permitió dirigirse a sí misma en la escena en la que Ivy le suplicaba a Jekyll que la rescatase de las garras de Hyde. “Sé muy bien cómo debemos hacerlo; debo caer al suelo y sujetarle (a March) las rodillas”, le planteó la actriz al director. Además, Hopkins sugirió que podía recitar seguidas las ocho páginas de diálogo, “como en el teatro”, y que podían filmar la escena en una única toma. Mamoulian aceptó la propuesta y así se filmó la célebre escena.

Aunque, en El hombre y el monstruo, Hopkins exhibió un talento inusual para exprimir su gestualidad facial, lo cierto es que la actriz solía sacar el mayor partido del ímpetu arremolinado de todo su cuerpo. De hecho, la periodista Gladys Hall –conocida por sus afilados artículos y entrevistas con actores y actrices del Hollywood clásico– le dedicó a Hopkins el siguiente elogio: “Tenía la cabellera más gloriosa que haya visto jamás, el corazón más bondadoso, el genio más sagaz y las manos más parlanchinas”. Las expresivas manos de la actriz ocuparon un lugar privilegiado en el cartel de Secuestro (The Story of Temple Drake, 1933), donde Hopkins aparecía con los brazos ligeramente elevados, las manos entreabiertas y la mirada puesta en el cielo, en señal de desesperación. No era para menos, si se tiene en cuenta que la película abordaba la violación y el secuestro de una joven burguesa a manos de un gánster sin escrúpulos.

Según Mick Lasalle, autor del fundamental libro Complicated Women: Sex and Power in Pre-Code Hollywood, “la asesina más fascinante de la era [pre-Código] fue interpretada por Miriam Hopkins. En Secuestro, una adaptación de la novela Santuario de William Faulker, Hopkins interpretó a una malcriada joven sureña. Atrapada, en una noche lluviosa, en una cabaña poblada por traficantes y rufianes, termina siendo violada en un granero por un gánster llamado Trigger (Jack La Rue). Lo perverso del caso es que a ella le gusta. Se queda con Trigger y solo tiempo después acaba asesinándolo, resultado de una mezcla de emociones que Hopkins evoca sin palabras: entra en pánico, está avergonzada, no quiere ser una esclava sexual. Hopkins es capaz de sugerir, de un modo brillante, que Temple asesina a Trigger no porque le tema a él, sino porque se teme a sí misma”. El interés de Hopkins por los personajes complejos y contradictorios queda patente en la siguiente declaración, recogida por su biógrafo, Allan R. Ellenberg: “Esa Temple Drake sí que era un personaje. ¡Dadme a una buena desgraciada y excéntrica como Temple tres veces al año! Dejadme a mí las señoritas complicadas, y veréis cómo les saco lustro a todas ellas”.

Acomodada en un registro actoral expansivo y transparente, Hopkins se labró, en sus inicios dorados, una screen persona vivaz, enérgica y desacomplejada, una personalidad que en ocasiones la llevó a merodear un cierto histerismo y afectación. Para Hopkins, era como si la transición que la académica Roberta Pearson ha estudiado en la obra de D.W. Griffith, desde un código histriónico hasta un código verosímil, nunca se hubiese completado. De hecho, el estilo actoral de Hopkins bien podría describirse como cercano a la tradición de la pantomima, definida por Naremore como “una técnica actoral que trabaja a partir de una serie de poses convencionales para ayudar al actor a indicar ‘miedo’, ‘pena’, ‘esperanza’, ‘confusión’, entre otras emociones”. Según Naremore, para comprender la influencia de la pantomima en el cine de Hollywood, resulta necesario atender a la figura del profesor de elocución parisino François Delsarte (1811-1871), quién reivindicó la función semiótica del gesto y emprendió la tarea de codificar la gestualidad de los actores y oradores de su época. Las enseñanzas de Delsarte, que es posible rastrear en los floridos aspavientos y en las revoltosas poses de Hopkins, fueron llevadas a los Estados Unidos por Steele MacKaye, el director del Madison Square Theatre de Nueva York, cuya técnica conocida como la Gimnasia Armónica se convirtió en el principal método de instrucción formal de los actores estadounidenses entre 1870 y 1895.

Con su dinámico repertorio gestual, Hopkins construyó una suerte de poética del artificio, una personalidad fílmica efervescente y bulliciosa, tan singular y enérgica que resultaba imposible no ver a la actriz detrás del fino velo de ficción que le aportaban sus personajes. Como suele ocurrir con los intérpretes que se desenvuelven en torno a un registro privilegiado (actores o actrices de corte más presentational que reprentational, según Naremore), Hopkins parecía empeñada en “presentar” siempre al mismo personaje, que trascendía los límites de la diégesis, de cada película, de cada género en el que trabajaba (despuntó en tanto en el drama como en la comedia). Un “personaje tipo” que giraba en torno a una feminidad emancipada.

“Una mujer para dos” de Ernst Lubitsch.

Molly Haskell, una de las más sagaces escrutadoras del imaginario femenino del Hollywood dorado, expresó, en su célebre estudio From Reverence to Rape: The Treatment of Women in the Movies, un interés particular por el trabajo de Hopkins en Una mujer para dos (1933). Según Haskell, en el film de Lubitsch, “el personaje de Hopkins aparece atrapado entre una ética laboral puritana y un Eros antipuritano, entre un acuerdo entre caballeros y sus propios impulsos incivilizados. ¿Quién podría igualar la taimada y picara sofisticación de Hopkins en su encarnación de una ingenua extranjera, una mujer que abraza el sexo en parte porque lo anhela, pero sobre todo porque nunca lo ha practicado? ¿Qué otra actriz podría reclamar para las mujeres, con semejante franqueza, el derecho de los hombres a “probarse” diferentes mujeres, como si fueran sombreros, hasta encontrar la adecuada? (…) En la obra de Lubitsch (…) la comedia humana no es un espectáculo ni masculino ni femenino, tampoco es algo exclusivamente profesional, privado o personal. Si las mujeres de Lubitsch son difíciles de encasillar, es porque suelen estar ocupadas tomando nuevos caminos, percatándose de las múltiples caras de su propia personalidad”.

El fin de una era

En el número de Mayo de 2014 de la revista británica Sight & Sound, que dedicó un estudio al cine de la era pre-Código de Hollywood, el crítico Mike Mashon escribió que, tras la imposición del código Hays de autocensura, “la carrera de Hopkins descarriló debido tanto a los personajes que eligió como a su ‘difícil’ personalidad más allá de la pantalla”. En este sentido, resulta llamativa la unanimidad, en el seno de la literatura crítica y académica, en torno a la idea del “descarrilamiento” que supuestamente experimentó la carrera de Hopkins en paralelo al final del Hollywood pre-Código. En From Reverence to Rape, Haskell no dedica una sola palabra al trabajo de Hopkins posterior a 1933 –cuando analiza La calumnia (The Children’s Hour, 1961) de William Wyler, se limita a estudiar la labor de Shirley MacLaine y Audrey Hepburn–, mientras que Lasalle enmarca la presunta decadencia de la actriz bajo el paraguas del movimiento tectónico que experimentó Hollywood por culpa de la censura, que según el autor de Complicated Women dejó fuera de juego a estrellas como Ruth Chatterton, Kay Francis y Ann Harding, además de Hopkins. “Bajo el Código Hays, algunas actrices perdieron su filo. (…) Eran actrices cuyo estrellato estaba ligado a su capacidad para encarnar un aire de modernidad, algo que no podía ser tolerado bajo el Código”. En relación al silencio crítico e historiográfico que ha acompañado a la figura de Hopkins, sobre todo en lo referente a su carrera posterior a la imposición del Código, cabe destacar que la primera biografía de la actriz no se publicó hasta el año 2018.

La práctica imposibilidad de acceder, durante décadas, a algunos de los trabajos más destacados de Hopkins podría ayudar a comprender la escasa atención prestada a la actriz en el seno de la crítica y los star studies. Según apunta Ellenberg, en su biografía de la actriz, la MGM compró en 1941 los derechos de El hombre y el monstruo cuando el estudio decidió filmar su propia versión de la novela de Stevenson, El extraño caso del Dr. Jekyll (1941) de Victor Fleming. Por su parte, Secuestro, la adaptación de Santuario de Faulkner, que en su estreno en 1933 ya generó una gran polémica por la ambivalente relación de su protagonista con la violencia sexual, fue relegada a la práctica invisibilidad hasta que una copia restaurada fue estrenada en el año 2011 en el Classic Film Festival que organizó TCM en Hollywood. Sin embargo, frente a estos incidentes que pudieron mermar la visibilidad de la actriz, hay que tomar en consideración la amplia difusión de las películas de Lubitsch protagonizadas por Hopkins, por no hablar de la devoción que una figura tan notoria como Tennessee Williams le profesó de manera pública a la actriz, su amiga íntima desde que Hopkins le ayudó a producir y protagonizó su primera gran empresa teatral: Battle of Angels (1940). En 1972, en un obituario dedicado a Hopkins, Williams escribió: “Sé que la Paramount Pictures debe ser consciente de su valor, el valor de su talento y personalidad únicas, y confío que llegarán continuos revivals de sus películas en las pantallas de cine y televisión. Ella posee un potencial de actriz “de culto” que debería poder compararse al de Garbo, Marlene Dietrich y Katharine Hepburn”.

Lo cierto es que fueron varios los factores que determinaron el progresivo desvanecimiento de la carrera fílmica de Hopkins. Por un lado, estaba su apego a Broadway y el teatro: Hopkins participó en 35 películas y en 40 producciones teatrales a lo largo de su trayectoria. Por el otro, una personalidad tan impetuosa y rebelde como la de sus personajes. En este caso, la semejanza entre la screen persona (la personalidad actoral) y la star image (la imagen mediática) de la actriz jugaron en su contra. Fue considerada una “actriz difícil” por la mayoría de los directores, actores y actrices con los que trabajó; en particular por Bette Davis, que despotricó acerca de la personalidad egocéntrica y celosa de Hopkins hasta el fin de sus días. Durante su periodo de decadencia, la actriz se ganó el sobrenombre de Helpful Hopkins por su tendencia a solicitar reescrituras de sus diálogos, que ella misma debía supervisar, y entre sus colegas de reparto eran bien conocidas sus tretas para acaparar la atención de la cámara, aun cuando su papel era secundario. Al parecer, el hecho de ser madre soltera –para la adopción de su hijo Michael, en 1932, contó con Dorothy Parker como testigo legal– y sus numerosos amoríos –con sus cuatro maridos, además de amantes como King Vidor, Fritz Lang o John Gilbert– no afectaron a su imagen pública tanto como las tensiones que tendía a generar en los rodajes. La comedida Olivia de Havilland le dedicó a Hopkins estas reveladoras palabras después de compartir pantalla en La heredera (1949) de Wyler: “Creo que Miriam Hopkins tenía un inmenso talento y una abundancia de energía nerviosa. Esto último la convertía en una persona bastante altisonante, intensa y en ocasiones sobreanimada. Esta cualidad limitaba, en ocasiones, la calidad de su trabajo”.

Esa “energía nerviosa” esgrimida por de Havilland fue en realidad el motor del esplendor actoral de Hopkins, como atestigua, por ejemplo, aquella gloriosa escena de Un ladrón en la alcoba en la que la ladrona Lily (Hopkins) daba tumbos por su cochambroso apartamento, preparando las maletas para fugarse con su amante, el también ladrón Gaston Monescu (Herbert Marshall). La chispeante y contagiosa alegría de Lily se veía interrumpida por fogonazos de duda e incertidumbre, que perfilaban en el rostro del personaje la sospecha acerca de la posible traición de su partenaire. Que Lubitsch decidiese confiar el timing de la escena a Hopkins, haciéndola tararear una perfecta banda sonora incidental, ilustra el talento de la actriz para dominar todos los ámbitos de la actuación: cadencia, gestualidad, emoción… Todo ello decantado hacia un manejo sucinto de la cara más artificiosa y al mismo tiempo espontánea del arte interpretativo.

“Un ladrón en la alcoba” de Ernst Lubitsch.

En todo caso, pese al fulgor gestual de Hopkins, la observación de algunas de sus películas más célebres permite atisbar una peculiar tendencia a la evanescencia, a una cierta evaporación de su figura, que en momentos cruciales era relegada al fuera de campo. Esta tendencia a “desaparecer”, o a ser desplazada, de sus propias películas puede percibirse en el estrangulamiento de su personaje, a manos de Hyde, en El hombre y el monstruo, cuando Ivy desaparecía por el borde inferior del plano bajo el peso homicida de la figura de Fredric March. Algo parecido ocurre en la sórdida escena de la violación de Secuestro, cuando el horrible crimen queda sumergido en un insoportable fuera de campo, aunque la violencia del crimen queda bien patente, de un modo casi gráfico, gracias al estruendoso grito de desesperación de Hopkins. Incluso en una película como Un ladrón en la alcoba, ajena a toda truculencia, la figura de Hopkins es sometida a un sublime proceso de desaparición, en el sentido más literal y a la vez poético del término, cuando las figuras de los amantes Gaston y Lily, en su primera noche juntos, se difuminan de forma mágica, esotérica, desaforadamente romántica, ante la lente de la cámara. De hecho, en una entrevista de 1935, la propia Hopkins aludía a la idea de la desaparición al reflexionar acerca de la fama hollywoodiense: “De todos los actores y actrices del Hollywood actual, ¿cuántos serán recordados? Solo Charlie Chaplin, Garbo y Mary Pickford tienen alguna posibilidad de perdurar en el tiempo. El resto nos limitamos a ser personas que revoloteamos por la pantalla y luego, a menudo cuando aun somos jóvenes, nos disolvemos en las sombras”.

El largo adiós

Existen numerosos argumentos que permiten cuestionar la idea generalizada de que el trabajo de Miriam Hopkins tras la imposición del Código Hays fue simplemente residual. Algunos son hechos consumados, como la nominación al Oscar recibida por Hopkins por su papel protagonista en La feria de la vanidad en 1935. Más allá de su condición de film de época algo encorsetado por el academicismo, la película de Mamoulian dio cuenta de la versatilidad de Hopkins, aunque, en su momento, la principal razón por la que el film se convirtió en un hito industrial fue de orden técnico. La feria de la vanidad fue la primera película de Hollywood filmada en Technicolor, un hito estético que llevó a Hopkins hasta la portada de la prestigiosa revista Time.

Imagen promocional de “La feria de la vanidad”.

El otro hito popular del que gozó Hopkins en el Hollywood post-Código fue la colaboración, por partida doble, con Bette Davis, en dos historias de amistad y confrontación tituladas La solterona (The Old Maid, 1939) y Vieja amistad (Old Acquaintance, 1943). Más allá de la muy publicitada enemistad entre Hopkins y Davis, estas películas, y en particular Vieja amistad –cuyo tono humorístico favorecía el trabajo amanerado y subido de tono de Hopkins–, dan cuenta de la pervivencia del talento de la actriz sureña. Mientras Davis, más contenida y soterradamente ácida, encarnaba a mujeres sofisticas, que encaraban los golpes del destino con un fuerte halo de resistencia estoica, Hopkins entregó retratos encantadoramente descarados de mujeres ensimismadas y frívolas, cuando no directamente manipuladoras. Con sus ademanes algo pomposos, y su agudeza para la encarnación de una inocencia fingida, Hopkins supo inyectar un encanto irresistible a personajes que, en el fondo, siempre eran conscientes de sus limitaciones (una característica que la actriz seguramente compartía con sus personajes, según apunta el biógrafo Ellemberg).

Aunque la mejor demostración de la persistencia del talento actoral de Hopkins cabe buscarla en una de sus últimas películas: La calumnia, el film de 1961 dirigido por William Wyler, adaptación de la obra de teatro homónima de Lillian Hellman. Aquí, Hopkins necesita apenas unos pocos minutos para llevar al espectador a rememorar sus exhibiciones de comicidad filmadas a las órdenes de Lubitsch. En la piel de la tía Lily –una antigua actriz de Broadway que añora sus años de estrellato mientras ayuda a su sobrina a regentar una escuela para niñas–, Hopkins cumple el rol de contrapunto humorístico al melodrama protagonizado por MacLaine y Hepburn, acusadas injustamente, por una de las alumnas, de mantener un romance lésbico. En sus contadas apariciones, Hopkins ofrece un recital autoparódico, donde su condición de estrella venida a menos, en la realidad, se transfiere al personaje a través de un magnético filtro de ironía. Como si se tratara de una versión socarrona del juego patético-nostálgico invocado por el personaje de Norma Desmond en El crepúsculo de los dioses (1950) –personaje al que Hopkins dio vida en una adaptación de teatro televisivo en 1955–, la tía Lily aparecía como una figura ególatra y decadente, cuyo divismo fulguraba en la frontera entre lo ridículo y lo sublime.

En el momento más antológico del film, la tía Lily hacia acto de presencia exhibiendo con falsa discreción un retrato de sus años de esplendor, en lo que podría leerse como un comentario punzante y subversivo sobre la difícil relación de las actrices de Hollywood con la idea del paso del tiempo y la vejez. La estocada definitiva, y secreta, de este magnífico gag surge cuando se atiende en detalle al antiguo retrato que sostiene la tía Lily entre sus manos: nada más y nada menos que una fotografía de estudio realizada en el rodaje de La feria de la vanidad, la película que le valió a Hopkins su nominación al Oscar. De hecho, la dimensión metafílmica del trabajo de Hopkins en La calumnia queda subrayada por el hecho de que la actriz interpretó, en 1936, el papel de una de las jóvenes protagonistas de la historia en la anterior versión de la obra de Hellman, titulada Esos tres y dirigida por el propio Wyler. Mientras que la singular idiosincrasia del trabajo de Hopkins en La calumnia aparece aureolada por un comentario de orden estilístico e historicista: mientras Hepburn y sobre todo MacLaine desplegaban un modo de actuación interiorizado, claramente marcado por el auge y popularidad del Método en el seno de Hollywood, Hopkins se presentaba como un feliz motivo arqueológico, el incendiario testimonio del estilo de actuación pantomímico y exteriorizado que encontró acomodo en el Hollywood de las primeras décadas del siglo XX. En definitiva, de El teniente seductor a La calumnia, la trayectoria de Hopkins perfila tanto la pervivencia de una escuela actoral como la tenacidad expresiva de una actriz que supo hacer del gesto más expansivo y artificioso una poderosa arma de persuasión y transgresión.