Manu Yáñez

(Aprovechando el estreno en las salas españolas de Oleg y las raras artes, de la mano de Márgenes Distribución, recuperamos esta entrevista realizada poco antes del estreno de la película en el pasado Festival de Rotterdam).

Las cartas destapadas: Andrés Duque me parece uno de los cineastas españoles más importantes del siglo XXI. Su obra, sacudida por los movimientos sísmicos de la imagen contemporánea (impura, digital), emerge como un reflejo inconfundible de su personalidad: su incorruptible apego a la libertad artística, su interés por aquello que late en los márgenes del orden social, su capacidad para canalizar en una serie de gestos espontáneos el sólido poso teórico que cimienta su trabajo. El compromiso del director de Color perro que huye con su visión del arte y el mundo no podría ser más genuino.

Hoy, 2 de febrero de 2016, cuatro años después del estreno de su obra maestra, Ensayo final para utopía, Duque estrena en el Festival de Rotterdam su nueva pieza de orfebrería radical: Oleg y las Raras Artes, en la que rinde tributo y dialoga –a su manera, frontal y respetuosamente– con el legendario pianista ruso Oleg Karavaychuk, una figura atrapada (o más bien, liberada) en la frontera entre la tradición y la modernidad, entre el (des)orden de la Historia y la sublevación interior, entre una locura epidérmica y una lucidez sublime. Si hay algo que, para mí, caracteriza el trabajo de Andrés Duque, es su habilidad natural para percibir y relacionarse con la belleza. Sus imágenes pueden tener mayor o menor definición, sus personajes pueden resultarnos familiares o extraños (nunca exóticos), sus decisiones de puesta en escena nos pueden impresionar o desconcertar, pero su coherente y aguerrida celebración de la libertad personal se impone, siempre, de forma conmovedora.

El pasado 22 de diciembre (de 2015), me reuní con Andrés Duque en el bar del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona para charlar sobre su nueva película, que me tenía embrujado después de tres visionados (vendrán más y mejores). Las tres horas de charla sirvieron para sobrevolar Oleg y las raras artes y el conjunto de su obra. Este es el resultado de aquel encuentro.

Manu Yáñez: Tu acercamiento a Oleg Karavaychuk, como ocurre en tus otros retratos fílmicos, no responde a la ortodoxia del documental biográfico. No surge de una voluntad didáctica. ¿Cómo reaccionó Karavaychuk ante tu interés por su figura, por hacer una película con él?

Andrés Duque: Su primera respuesta fue negativa, pero como me ha ocurrido en otras ocasiones, cuando te dicen que no, puede tratarse de un no negociable. Me gusta porque es un no que dice: “pero me interesas tú”. Me pasó con Iván Zulueta en Iván Z (2004). Él no veía claro hacer un documental, pero sí la posibilidad de entablar una amistad. Rosemarie, la protagonista de Paralelo 10 (2005), que es seguramente el caso más radical por su esquizofrenia, también me dijo que no, pero ese mismo día me invitó a su casa. Me sirvió un vaso de agua, puso un disco de Tony Bennett y pasamos toda una tarde sin decirnos ni una palabra, escuchando a Tonny Bennet en la Playstation del nieto. Con Oleg, si bien me dijo que no quería hacer el documental, se dio algo casi mágico que me llevó a pensar que la película era posible. En principio, se negaba a recibirme, pero tuve buena sintonía con su asistente, Boris Alekseev, que ha sido un gran aliado y que me propuso hacerle una especie de emboscada: quedamos en que yo estaría en una plaza concreta a una hora acordada y él se encargaría de que Oleg pasara por allí. Y así lo hicimos. Me planté allí con Karina Karaeva, que me estaba ayudando con la búsqueda de Oleg, y ambos íbamos vestidos de azul. Entonces apareció Boris con Oleg, que iba todo vestido de azul. A él le pareció algo maravilloso y decidió sentarse con nosotros a charlar. Esa entrada ayudó.

Pero luego no fue nada fácil. Desde el primer momento, él me dijo: “cualquier idea que tengas, te la voy a tirar a la basura”. Tiene un carácter muy complicado, le encanta poner a prueba a la gente. Sentía que estaba continuamente calibrando mi “pureza”, mi compromiso con la libertad artística. Oleg tiene esta manera idealista y radical de ver el mundo, que es justamente lo que me interesaba de él. Pero claro, ¿cómo puede uno encarar una película sin tener alguna idea o certeza previa? Hubo un momento en que encontramos un punto en común: El Bosco. Yo había trabajado con pinturas de El Bosco y él me señaló un personaje de El jardín de las delicias con el que me quedé totalmente fascinado: un hombre desnudo sin sexo que cuelga de la rama de un árbol. Una figura muy pequeñita que está en el cuadro pero en la que no me había fijado. Me dijo que ese hombre era él. Pero en el momento en que intenté incidir en esa figura, él lo negó todo. Me dijo que no quería que psicoanalizase su figura. Y así murió toda posibilidad de trabajar la relación con El Bosco.

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Ante esa situación, no tuve otra opción que asumir el rol de la figura de El jardín de las delicias: el colgado. Me puse a merced de Oleg, como un observador pasivo, entregado. Y, en ese momento, ocurrió algo mágico que está en la película. Es una escena en la que él está en el piano, se reconoce por primera vez como parte de un proceso de creación, y pregunta: “¿A quién le hablo?”. Y decidió hablarme a mí, decidió empezar a participar. A partir de ese momento, la dinámica fue diferente.

Parece un proyecto kamikaze: una película construida sobre el tira y afloja con un objeto de estudio reticente, sin ningún plan preconcebido.

Totalmente. Y es curioso porque la película se filmó en un periodo corto de tiempo, pero detrás hay un año y medio de trabajo, de intentos por plantear un acercamiento a Oleg. Me pasó lo mismo con Zulueta. Iván Z se filmó en tres días, pero antes hubieron dos años y medio de relación. Ese rastro de una relación que se ha ido asentando, y que está en la película, me interesa mucho. Cuando Oleg termina de tocar el piano y dice, solemnemente, “esto es España sin España”, una frase absolutamente loca, lo siento como el resultado de nuestro encuentro. Es la única manera de entender esa frase en un contexto como el del museo Hermitage, justo después de una interpretación musical genuinamente rusa.

Yendo hacia el origen, me gustaría saber cómo diste con la figura de Oleg Karavaychuk y qué te llevo a intuir que podía ser el protagonista de esta película.

Descubrí la música de Karavaychuk a través de las películas de Kira Murátova. Descubrí su arte sin conocer nada de su figura, del personaje. Aquella música me cautivó porque se diferenciaba de todo lo que yo relacionaba con el cine ruso. Su música representa el tránsito de aquella música grandilocuente, orquestada, épica, de Serguéi Prokófiev y su Alexander Nevsky, hacia algo más minimalista. Karavaychuk empezó haciendo música para Len Dok Films. Para documentales que proponían grandes odas a Stalin, él utilizaba un xilófono o un gancho de ropa. Por supuesto, esto conllevó que tuviera muchos problemas con la censura, aunque nunca le llegaron a despedir del estudio. Tuvo la suerte de que le dejaran seguir haciendo música, a diferencia de lo que le pasó a Murátova, que después de dirigir su segunda película, la maravillosa El largo adiós, se topó con el desdén de los directores de su estudio, que la vetaron como cineasta y le ofrecieron un cargo como administrativa o jardinera. Así es como una de las grandes cineastas rusas tuvo que trabajar durante años como jardinera.

A Oleg le permitieron seguir haciendo música porque nadie ponía en duda su condición de genio. Para grabar sus bandas sonoras, interpretaba sobre las imágenes sin preparación previa, y esa era la música que quedaba, sin necesidad de retoques. Se creó un mito a su alrededor y la siguiente generación de cineastas empezó a interesarse en este músico raro que hacía música rara, y empezaron a llamarle para que compusiera para sus películas. Le empezó a acompañar un aura de malditismo que él mismo se creyó y se encargó de alimentar, y así se convirtió en el loquito de Len Films. Su vida es tan interesante que daría para varias otras películas. De hecho, cuando al principio me dijo que no quería trabajar conmigo, pensé que una alternativa era hacer un trabajo más tradicional en torno a su figura, de la que se conoce muy poco.

¿Y cómo llegaste hasta el presente de Oleg Karavaychuk?

Un día me crucé con un video suyo en Youtube y al darme cuenta de que era el músico de El largo adiós de Murátova sentí una conexión que me hizo vibrar. Además, al observarle, descubrí a alguien que había dado el salto, como lo pudo haber dado Zulueta, como lo dio Rosemarie. Sería triste llamarlo simplemente locura. Es un salto que tiene que ver con la libertad, con un deseo de no rendir cuentas con nadie y sentirse artista de forma plena. Eso te puede llevar a una cierta marginación, a ser tildado de loco, pero hay algo muy bello en eso, la valentía de no venderse, de no atender a modas, de no atender al dinero. Es un deseo de creatividad incorruptible. Creo que es algo que siempre voy buscando en mis películas, en los personajes que retrato. Por otra parte, me doy cuenta de que me atraen los desafíos.

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En tu cine detecto un tema, o quizás más bien una figura, que es la idea del diálogo a contracorriente. Por un lado, el diálogo absolutamente complejo, casi ininteligible, que las personas que retratas establecen con la realidad. Porque, a pesar de su encierro en sí mismos, todavía conservan un vínculo con lo real, que se expresa sobre todo a través de lo físico. Y luego está el diálogo que tú consigues establecer con ellos, no sé exactamente cómo.

En realidad, en mis películas dialogo muy poco con mis personajes. La idea del diálogo me resulta un poco ajena. Te diría que, para mí, lo extraño, lo diferente, no tiene ninguna connotación negativa, sino más bien lo contrario, es sinónimo de belleza. Y por eso decidí titular esta película como Oleg y las raras artes. Desde que me metí en este proyecto, no he dejado de sentir frases del tipo: “este tío es raro”, en un tono peyorativo. Se me cerraron muchas puertas. Pero todo eso me animó a reivindicar la belleza que veo en lo raro. Quería expresar toda la ternura que Oleg puede despertar y transmitir. Aunque eso no quita que a ratos este señor me sacara de quicio y nos peleáramos a gritos. Creo que me fui un poco por la tangente y no respondí a tu pregunta.

Te decía que me impresiona el modo en que consigues establecer un diálogo personal y cinematográfico con personas que, prácticamente, han dado la espalda a la realidad. Tengo la impresión de que el ritual, como figura física, te da una pequeña pauta, o asidero, desde el cual construir algo.

Sí, estoy de acuerdo. En el caso de Oleg, descubrí el verdadero potencial de la película cuando le vi paseando por el Hermitage como en un ritual íntimo, tocando las paredes, con sus uñas largas, que él dice que son como antenas. En ese momento, supe que él me estaba seduciendo, y por otro lado sentí que aquello me estaba tocando una fibra muy personal, que tiene que ver con el poder del gesto, su fuerza y su misterio. En el gesto puede desatarse una relación con el mundo que escapa a la dimensión de lo racional.

¿Y cómo se filma eso?

En el caso de Rosemarie, en Paralelo 10, todo empezó como una relación silenciosa. Yo tuve que inventar gestos, un lenguaje, para poder comunicarme con ella. Pero con Oleg fue una relación totalmente verbal, que es paradójico porque yo no hablaba ruso (risas). Me di cuenta de que a él le hacía mucha gracia que yo me convirtiera en un “actor”, en una figura casi operístico. Si le veía gritando, yo pegaba un grito al cielo como un lobo poseído. Yo puedo hacer eso, se me da bien (risas). Cuando él vio que yo podía gritar tanto o más fuerte que él, me fue aceptando como interlocutor. Nos comunicábamos a través de un intérprete, pero más que las palabras, lo que importaba era la intensidad de nuestros gestos, la fuerza del momento. Hubo gritos, incluso lloros, pero en ese contexto era bonito. Una amiga rusa me recomendó que me tomase la relación con Oleg como si él fuese una abuela gruñona y así lo hice. Adopté el rol del nieto que no se toma las rabietas de su abuela como algo personal, y que por otra parte puede tener rabietas él mismo.

Oleg me había prohibido ir a visitarle a su pueblo, Komarovo. Pero yo decidí ir a verle de todos modos. Me fui para allá con un grupo de colegas a buscar su casa (risas). Cuando dimos con ella, él estaba en el jardín, como si nos hubiese estado esperando. Al verme, le saludé, y él gritó enfurecido: “¡¿Pero qué estás haciendo aquí?!”. Mis amigos salieron corriendo asustados, yo me fui andando. Pensé que la relación se había ido al carajo, pero no fue así, sino lo contrario. Oleg percibió la intensidad de mi curiosidad y me fue aceptando como interlocutor. Así, poco a poco, me fui ganando su confianza, hasta el punto de que la última vez que fui a rodar, ahora en verano (de 2015), él colaboró muchísimo para que la película se pudiese hacer.

Hay elementos en la película que transmiten claramente esa idea de colaboración. Por ejemplo, el plano de arranque (un largo plano fijo frontal en el que Karavaychuk se acerca a la cámara y habla) expresa una cierta confianza por tu parte, la seguridad de que él te va a dar algo. Camina hacia la cámara y luego le da la espalda, lo que ya permite advertir su carácter indomable, pero cuando habla lo hace para la cámara, para ti.

Esto solo te lo dan dos años de lucha, o de juego…

De diálogo.

Un diálogo sin pautas normales. Nunca pusimos sobre escrito cuál iba a ser el método de rodaje, o las fechas. Todo iba surgiendo de una manera caótica, improvisada. Y solo podía ser así.

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Otra cuestión que me parece que está muy presente en tu cine es la idea del arrebato creativo: cómo la creación puede manifestarse de una manera agreste, salvaje. Está en las personas a las que retratas, pero también lo detecto en ti, en tu forma de filmar y en tu cine, en la idea del trance y en la búsqueda de una lógica alternativa a la común. ¿Te sientes partícipe de esa idea? ¿La persigues e intentas ponerla en práctica?

En mi búsqueda de una cierta crudeza, de una cierta libertad, soy consciente de que estoy limitando la posibilidad de que mi trabajo sea exitoso a nivel comercial, y esto es un problema, te llega a poner en apuros. Pero tengo esta idea moral de que la búsqueda del dinero juega en contra de la libertad creativa. Es una idea muy romántica que puede ser muy cuestionable, pero así es como lo entiendo y como acabo envuelto en la vida de otras personas que están en esa misma órbita. Para Oleg, el dinero es corrupción. Si he conseguido finalizar esta película es porque él se dio cuenta que yo no iba a explotar de forma mercantilista su vida. Esa era su principal preocupación. Y creo que todo esto sitúa la película no solo fuera del documental biográfico al uso, sino también fuera de las corrientes predominantes en el documental de vanguardia.

¿A qué tendencias te refieres? ¿Querías romper con la idea de establecer una distancia fija respecto al objeto de estudio?

En este caso, lo normal hubiese sido hacer una película únicamente con planos fijos. En un momento determinado, estuve tentado de hacerlo así, organizando la puesta en escena de una forma que pareciera concebida por un director neurótico que solamente piensa en planos fijos. Es una idea que vende, es una idea comercial. Oleg y las raras artes es una película que cambia, que de repente es otra cosa. Eso suele pasar en mi cine, se boicotea a sí mismo. Y eso es algo que veo en Oleg, en Zulueta, la idea de ir en contra del éxito seguro.

La figura de Oleg es eminentemente caótica.

Una de las cosas que más me interesaba era capturar el modo en que Oleg construye su discurso. En este sentido, era crucial dejarle tiempo para que él pudiera elaborar esas conexiones conceptuales que parecen imposibles, como cuando conecta a Wagner con la relevancia del hilo de la ropa que viste el artista. Su discurso es no lineal, puede parecer caótico, pero si te dejar llevar por sus ideas, todo acaba cobrando un sentido. Sus rituales, sus gestos y estos momentos de inspiración en los que expresa su visión del mundo conforman el corazón de la película, más allá de la decoración.

En la película, Oleg emerge como una figura muy compleja, cargada de contradicciones. Sus comentarios sobre “la grandeza de Stalin” o sus elogios a la institución eclesiástica contrastan con su despreció por todo aquello que represente el poder, como por ejemplo el presidente Vladímir Putin.

Oleg se considera un músico de los zares, un guardián del piano que perteneció a Nicolas II. Él siente sobre sus hombros el peso de la historia.

Sí, pero en paralelo reniega del clasicismo. Creo que esas contradicciones están muy bien reflejadas en los planos generales de Oleg tocando el piano en el Hermitage. Un piano decorado con detalles pictóricos que remiten a un cierto clasicismo, pero también un piano del que Oleg extrae unos sonidos cargados de modernidad.

Sí, además está el momento en el que, bañado por una cierta oscuridad, toca el himno de Rusia. Tomé conciencia de que aquel era un gran momento al ver la reacción de las personas rusas del equipo que estaban allí, que se vieron embriagados por una emoción muy intensa. Cuando le mostré la escena a mi traductora, se puso a llorar. Eso me llevó a incluir la escena en la película. Yo no llego a sentir lo que sintieron ellos al escuchar la interpretación de Oleg del himno, pero no podía obviar aquella reacción.

Tengo la impresión de que en Oleg hay algo que no había en los otros personajes de tus películas: la asunción de una cierta grandeza, algo que también marca una distancia respecto a un mundo actual en el que lo que vende es la modestia, o la falsa modestia.

Creo que Rosemarie también sentía esa grandeza, pero su diálogo era con el sol. Rosemarie sentía que estaba resolviendo problemas capitales para el mundo, pero en su actitud no aparecía la arrogancia de Oleg.

La de Rosemarie parecía una iluminación interior. La de Oleg se expresa de forma exuberante, expansiva. ¿Eso te chocó?

(Risas) Tengo grabada la primera conversación que mantuvimos con Oleg una vez decidió hacer la película. Y es gracioso ver cómo se van expresando todos sus prejuicios, sobre todo su sorpresa ante mi osadía al querer filmarle a él, un símbolo de la gran Rusia. Pero claro, estamos hablando de un hombre que nació en 1923 y que ha vivido casi todo el siglo XX ruso, encima asumiendo un papel de bufón de la corte. Que a los siete años Stalin se refiera a ti como un genio… Eso te cambia. Y encima ser hijo de disidentes. De hecho, cuando habla de Stalin y lo llama el “gran cacique” es posible intuir un halo de ironía en sus palabras. Tratándose de algo tan ruso, es difícil saberlo. Como decía Churchil, Rusia es ese enigma guardado en un misterio dentro de una caja de Pandora.

@ Óscar Fernández Orengo

@ Óscar Fernández Orengo

Josetxo Cerdán y José Luis Castro de Paz escribieron lo siguiente a propósito de tu película Paralelo 10 en un catálogo para el ciclo “d-generación” del Festival de Las Palmas de 2009: “No hay ningún intento de cruzar el terreno de la mirada para hacer comprensible lo incomprensible. Duque no pretende dar explicación de aquello que no la tiene. De lo contrario, el film trabaja desde y para la fascinación por un ser marginal”. ¿Cómo llegas a encontrar un cierta comodidad en la incomprensión? ¿Cómo aceptar que no vas a llegar a entender del todo a tu interlocutor?

Vengo de una familia en la que ha habido casos de esquizofrenia. Recuerdo una relación con una tía que yo sabía que era diferente, pero siendo niño no sabía por qué. Sin embargo, con ella conectaba en cosas en las que no podía conectar con mis padres o con cualquier otra persona. Eso me llevó a interpretar aquello como un espacio de confort. También tuve un novio que tuvo un brote esquizofrénico. Me sentía perseguido por aquello. Entonces conocí a Rosemarie y me impresionó el modo en que había canalizado sus visiones, saliendo de su cueva, comunicándose con la gente por una hora, hablando con el sol. Vi que, en esas condiciones, y más allá de las ideas que nos inculcan en relación a la esquizofrenia, es posible encontrar belleza en ello. Está ese concepto de Derrida, el fármaco, que apunta que ahí está el síntoma pero también la solución de los problemas. Puede que en la locura encontremos soluciones para reconciliarnos con el mundo. A mí Oleg es alguien que me reconcilia con el mundo. Su vitalidad está más allá del orden de la cosas, de la “normalidad”. Él me hace sentir humano en cuanto no puedo controlarle. Hace que me sienta desnudo.

Pero imagino que debe haber momentos, durante las distintas fases de realización de la película, en los que debes estar tentado de crear una organización que lo haga todo más comprensible.

Todo el tiempo. Tengo una serie de amigos con los que tengo confianza suficiente para mostrarles escenas de mis películas desde las primeras fases de mi trabajo. Y lo primero que les enseño es siempre algo sumamente construido, sumamente digerido. Luego voy hacia un proceso de destrucción y descomposición. Y si algo me parece demasiado “perfecto”, lo sacudo. En el caso de Oleg y las raras artes, como te comenté, empecé trabajando con la idea de hacer una película de planos fijos, pero aquello murió en el mismo momento en que Oleg se percató de mis intenciones (risas). Era el segundo día de rodaje, iba a filmar su salida de casa y el plano debía terminar con él yéndose por un camino rodeado de vegetación. Pero, entonces, él me indicó que le siguiera y me metió entre unos arbustos. Aquello me obligó a tomar la cámara y seguirle. No sabía adonde me llevaba y qué podía ocurrir. Tenía que seguir filmando. Me llevó a casa de unas vecinas que son como Thelma y Louise. La escena era muy bonita, pero la descarté en el momento en que vi claro que Oleg debía ser el único protagonista. La película es él.

Hay un momento en que te separas de él: la secuencia de tu entrada a la casa abandonada, que me parece sobrecogedora. Para mí, lo más significativo de esa escena es tu acercamiento al atlas. La idea del mapa parece perseguirte como un fantasma, desde la palabra “MAP” que Rosemarie escribe en el suelo en Paralelo 10 al juego con el atlas en Color perro que huye (2011). En Oleg y las raras artes, ¿a qué responde tu decisión de acercarte al atlas, abrirlo, ojearlo?

La idea era mostrar los límites de mis posibilidades, mis límites culturales. Rusia es tan compleja que para mí no pasa de ser un atlas que, como mucho, puedo hojear. Paso cinco páginas y digo: “hasta aquí”. Rusia no se puede explicar, y mejor no intentar hacerlo. Incluso a los rusos les cuesta explicarla. Eso los hace más receptivos con lo foráneo. Respetan la rareza, la diferencia. Eso se ve también en el respeto que sienten por Oleg. En Rusia quieren a sus locos.

Parece algo bastante extraordinario que permitan a Oleg ir al Hermitage a tocar el piano del zar.

Eso me hace pensar en lo diferentes que podemos llegar a ser en nuestro aprecio por la cultura. Cuando fuimos a filmar al Hermitage, el mismísimo director del museo se acercó a darme la mano. Eso nunca pasaría aquí. Fue un gesto de reconocimiento a nuestro interés por un músico que ellos respetan y quieren.

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En el momento actual, una de mis mayores preocupaciones es la fascinación que parecen sentir muchos directores contemporáneos por la idea de la crueldad. No me refiero solo a la presentación de actos crueles, sino a la crueldad del autor hacia sus personajes y hacia el espectador. En tu cine, sin embargo, detecto una apuesta muy valiente por la belleza y por la ternura.

Sí. La verdad es que no podría concebir una película como las de, por ejemplo, Joshua Oppenheimer (director de The Act of Killing y La mirada del silencio). No podría trabajar desde o sobre la crueldad, que por otra parte me parece perfectamente válido: todo lo que le acontece al ser humano, puede devenir cine, y la crueldad es un tema real.

Sí. En cierta medida, creo que puede tratarse de una limitación personal mía, pero me niego a entender el arte como una forma de crueldad.

A mí me pasa igual. Creo que la crueldad aleja al artista de una cierta pureza, aunque también soy consciente de que esta idea de pureza es muy romántica y subjetiva.

Volviendo a la película, me gustaría preguntarte más específicamente por tu trabajo con la cámara en Oleg y las raras artes.

Desde bien al principio tuve claro que no iba a poder ocuparme de forma directa del trabajo de cámara. Debía estar en diálogo permanente con Oleg para poder estimular su discurso. En un momento en que el proyecto estaba un poco paralizado, decidí irme para San Petersburgo con un cámara, Jimmy Gimferrer. Pero cuando Oleg vio a Jimmy se negó a trabajar con él. Nadie sabía el porqué. Ahora sí lo sé: el problema fue que Jimmy es muy alto y Oleg muy bajo, y el pensó que esa diferencia de estatura iba a provocar un montón de planos picados que hubiesen minimizado su “grandeza”. Otro episodio más de este proyecto loco. Tuve que descartar a Jimmy, aunque con él hice todo un proyecto de investigación y entrevistas en torno a la figura de Oleg que quiero aprovechar en algún momento, y también rodamos el cortometraje Las manos de Nastasia.

Entonces, Oleg me propuso a un operador de cámara ruso de su confianza. Lo acepté de buena manera pero me encontré con un operador con todas las mañas de un cámara de televisión. Tenía una obsesión con los zooms. Esto lo sufrí un montón durante el periodo en que trabajamos en Madrid, cuando intentamos desarrollar infructuosamente la relación de Oleg con El Bosco. Finalmente, conseguí que Oleg aceptara a Carmen Torres, una cámara colombiana que para él se convirtió en la Carmen de Bizet. Fue con ella con quien grabamos el grueso de la película el pasado mes de agosto en el Hermitage. Aquello no es un museo, es un palacio, un lugar en el que realmente hay fantasmas.

Me gustaría preguntarte por tu noción del arraigo y el desarraigo, dos conceptos que están muy presentes en todo tu cine.

Para mí, el desarraigo no conlleva una pérdida de la identidad, sino que articula una nueva forma de identidad. Esa sensación de pérdida es muy propia del inmigrante. Llegas a un país, en mi caso a España, con una idea asentada de que la identidad está físicamente ligada a una identidad nacional, pero entonces vas acumulando experiencias que ponen bajo sospecha esa concepción. A mí me ocurrió que, cuando empecé a hacer películas, me di cuenta de que me sentía un cineasta español, pero no se me consideraba así. Alguna gente pensaba que yo vivía en Venezuela. Y empecé a decir que era un cineasta hispano-venezolano. Lo sigo haciendo y me gusta. Es como haber nacido con dos sexos. En esos casos, los médicos buscan la identidad sexual más débil para castrarla, pero por qué no tener los dos. La identidad se define de las maneras más insospechadas. ¿Por qué voy yo a Rusia a buscar una persona como Oleg y a investigar una idea del arte y el mundo que me resulta muy propia? A veces tenemos que viajar muy lejos para explicar cosas que tenemos en casa.

En el caso de Oleg se produce un contraste interesante si lo relacionamos con tu experiencia. Él es un símbolo de Rusia y parece aferrado a su tierra natal.

Bueno, aunque Oleg puede parecer una apoteosis de lo ruso, si te fijas también es un camaleón. Es muchas cosas a la vez. Es una víctima de Stalin, pero lo defiende como un gran hombre; es alguien que reniega de las jerarquías pero que se considera un ministril; se viste como un beatnik y actúa como un juglar de la corte, pero a la vez es un campesino bohemio… Me gusta esa indefinición. Estamos acostumbrado a las figuras monolíticas, mientras que Oleg maneja a varios personajes diferentes del imaginario ruso. Por ejemplo, la manera en la que, al principio de la película, él describe su llegada al museo, caminando dificultosamente por la nieve, es puro Nikolái Gógol. Él me estaba dando pistas, pero tardé en reseguir la pista de Gogol. Entonces leí El diario de un loco, la historia de un notario que un día descubre que es el rey de España y que debe viajara a reclamar el trono. Y, en la película, aunque casi no vemos nada del viaje de Oleg a Madrid, la idea de España es recurrente: le llega a escribir una carta a la reina.

La carta es fascinante. ¿Lo que lee Oleg es todo lo que hay escrito? Tengo la sensación de que hay bastante más. En algunas partes de la carta parece que hayan apuntes de escritura musical.

Sí, su discurso tiende al caos y a la desmesura. En el plano de la carta, que tiene forma de libro, hay un par de cortes de montaje. Con Oleg, cuando ya conseguí que se abriera, la dificultad era poder pararlo. Él vive en un estado de trance constante. El gran reto de la película ha sido poner en práctica un montaje muy sencillo, de pocos cortes: el dilema era siempre dónde cortar.

¿El lugar de los cortes te los planteaste durante el rodaje o decidiste postergar esas decisiones para la fase de montaje?

Durante el rodaje me concentré en absorber todo lo que podía darme Oleg y ya en el montaje me detuve a buscar los momentos que mejor podían reflejar la belleza del personaje. Era como cortar un diamante en bruto, buscar los momentos de divina locura.

¿Has tenido que descartar muchos momentos valiosos?

Sí, muchos, muchos… Ahora mismo, habiendo terminado la película hace nada, me pesa el hecho de haber sacrificado tantos momentos. A veces pienso que esta película debería durar cuatro horas, incluso con esos planos imperfectos rodados por el cámara ruso. Lo que en cierta medida me tranquiliza es pensar que Oleg no deja de ser una persona y esto una película, y que el exceso de información, de exposición, podría haber matado al personaje, podría haber generado un cierto rechazo, hastío. Me pasó algo parecido con Paralelo 10. Si hubiese utilizado la voz de Rosemarie, con ella contándome su locura, se habría creado una barrera quizás infranqueable para el público. Para mí, eso es matar a un personaje. Por eso Oleg y las raras artes tiene la duración que tiene.

Volviendo al episodio con la reina de España, ¿podrías contarnos qué pasó con ella?

Pues aprovechando la visita de Oleg a Madrid, queríamos aprovechar para hacer un concierto. Invitamos y vinieron unas 400 personas. Y este señor, en el último momento, decidió no tocar. Le entró miedo, pánico escénico. Es conocido por su tendencia a cancelar conciertos. Tiene esa mala fama. De hecho, cuando fui a conocerle por primera vez, estaba preparando su primer concierto después de una serie de cancelaciones.

En el concierto fallido de Madrid, dado que el público ya estaba allí, se nos ocurrió proyectar un montaje con cosas que habíamos grabado y dejamos allí el piano por si Oleg se terminaba animando a tocar. Él se excusó diciendo que el ese piano sonaba mal, que el lugar era horrible… Pero lo bonito es que él nunca quita sin dar nada a cambio. Se puso a hablar con el público y lo que dijo fue maravilloso, primero elogiando el carácter español y luego denunciando la mentira de Europa. La gente estaba entusiasmada (risas). Él estaba sentado e íbamos proyectando imágenes suyas mirando cuadros de El Bosco, y le íbamos aclamando para que tocase. Con el público encendido, finalmente accedió a tocar, pero después de cuatro notas, se levantó y se fue. A alguna gente le irritó y a otra le encantó, lo celebraron como un acto dadaísta. Pero claro, para mí supuso un problema porque yo esperaba poder filmarlo tocando allí. Él todavía no me había dejado filmarle tocando. Y de hecho no lo conseguí hasta agosto de este año.

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¿Cómo trabajaste la filmación de las interpretaciones musicales de Oleg?

Oleg va todos los lunes a tocar al Hermitage durante seis horas, sin parar. Pero claro, yo no podía poner en la película una improvisación de seis horas. Eso podía ser un problema grave, una nueva fuente de disputas con Oleg. De haber querido, él podría haber saboteado la película negándose a tocar piezas de un tiempo limitado. Pero ocurrió todo lo contrario. Creo que me vio tan desesperado durante el rodaje en Madrid, con aquel cámara ruso, que cuando fui más adelante a San Petersburgo, me pidió que le dijera qué necesitaba de él. Le pedí poder grabarle en el Hermitage, filmarle en su pueblo… Y al ver que me iba diciendo que sí, me atreví a solicitarle que interpretara piezas que no excedieran los ocho minutos. Y me dijo que sí. ¡Y me hizo piezas de ocho minutos cronometrados!

Como nos enfrentábamos a piezas improvisadas, irrepetibles, decidí filmar con dos cámaras. En las escenas de las interpretaciones musicales, era difícil preconcebir el resultado. En el plano del pasillo del Hermitage, la arquitectura, el espacio, me permitía prefigurar la escena. Pero, como decía Nastasia Kruscheva, la pianista del corto que filmamos con Jimmy Gimferrer, el pianista se deconstruye completamente durante su interpretación. En un momento determinado, los pies pueden tener más importancia que las manos. La energía que viene del pie impulsa la interpretación y las manos pueden quedar como un puente, un simple vehículo de una energía que nace en otra parte. Todo esto me llevó a preguntarme qué filmar y desde dónde: ¿planos generales, planos medios, planos cerrados? Lo importante era encontrar el origen de esa energía. En el corto de Nastasia, que grabé con una sola cámara, negué por completo la imagen de sus manos. Con Oleg, he intentado capturar la energía de sus pies a través del plano general, pero en este caso necesitaba algo más, por eso le pedí a Carmen Torres, que llevaba la segunda cámara, que se centrara en las manos y el rostro. Las manos son increíbles: mientras la mano derecha golpea las teclas, con el puño cerrado, la otra está jugando como un pajarito sobre las notas.

Todavía no te he preguntado por algo bastante fundamental: ¿cómo se produce una película como Oleg y las raras artes?

(Risas) Lo que hice fue tratar de ser honesto acerca de mis intenciones y, de cara a las instituciones, ser claro en cuanto a que no podía ofrecerles un dossier explicando de forma clara cómo iba a ser la película. Nunca he trabajado con una idea de guión previo. Respeto y admiro a la gente que es capaz de hacerlo pero no es mi forma de trabajar. En este caso, planteé una serie de intereses: los gestos de Oleg, su biografía. Y a partir ahí pensé qué películas podían surgir y empecé a construir un árbol de ideas. Así escribí una especie de diario fragmentado y esa fue la presentación del proyecto.

Cuando conseguimos filmar algunas escenas, las presentamos en el FIDLAB (laboratorio de proyectos del Festival Internacional de Cine Documental de Marsella) y decidí mostrar la cara más dura, más áspera, de la película, el plano secuencia de más de 10 minutos con cámara fija. La gente que entró a producir el proyecto fue la que conectó con la belleza del personaje.

Aun así habéis encontrado aliados.

Luciano Rigolini, de ARTE, es alguien apasionado de la vida y el arte. Vio a Oleg y lo entendió todo. No hubo que ir a explicarle nada. Vio el plano secuencia de 10 minutos y decidió que iba a estar ahí, casi desde el inicio. En un momento, me dijo: “creo que no lo vas a conseguir, pero te deseo toda la suerte del mundo”. Cuando le mostré el montaje de la película con el plano larguísimo del final, en el que Oleg habla de la consonancia y la disonancia, se emocionó, me dijo que todo eso debía quedarse en la película. Reconforta ver a alguien de una televisión que entiende la naturaleza de cada película, que no se esta cuestionando el potencial comercial del producto, que se emociona igual que Oleg, igual que yo.

¿Y alguien en España?

Jordi Ambrós, desde luego, de Televisión de Catalunya. En la televisión catalana han pasado Paralelo 10 e Iván Z, y sé que Jordi ha visto Color perro que huye y Ensayo final para utopía (2012). En él hay una defensa de un cine que va más allá de los códigos televisivos. Con Oleg y las raras artes, también decidió apoyarme.

También me gustaría preguntarte por tus impresiones acerca de la movida creada en torno al concepto del llamado “otro cine español”. A mí me parece interesante como un modo de llamar la atención sobre un cine frágil que necesita visibilidad, pero también pienso que se corre el riesgo de generar un cierto efecto burbuja, donde pueden quedar difuminadas las diferencias entre cineastas y tipos de cine.

Te diría que la gente que se reunió en ese ciclo que mencionabas antes, la “d-generación” del Festival de Las Palmas en 2007-2009, perseguía unos deseos propios y no tanto una voluntad de funcionar dentro de una industria. Ahora creo que hay demasiada preocupación por encajar dentro de algunas etiquetas y pienso que eso, inevitablemente, lleva hacia la creación de ciertas fórmulas. En la “d-generación” yo veía, sobre todo, a gente que estaba explorando. Me siento más afín a eso, a la heterodoxia pura y dura. Son pocos los cineastas que, desde mi punto de vista, valoran la radicalidad como un fin y no como una fase temporal que les lleve a una futura consagración. En ese sentido, María Cañas es alguien a quien admiro y adoro porque siento que está metida a fondo en su mundo. La considero una persona íntegra, profundamente comprometida con sus ideales artísticos. O está el caso de Albert Serra: no siento una afinidad personal con su cine, pero creo que es profundamente consecuente con sus ideales, con su interés por reflexionar sobre el valor del dinero en la cultura occidental, como Warhol. Esta es gente que asume la verdadera responsabilidad del artista, que es la de crear zonas de incomodidad, de provocación.

Pese a que me has dejado muy claro que tu interés pasa por romper con las tradiciones, me gustaría saber si en algún momento has tenido algún referente estético que te haya ayudado o servido de guía.

Ninguno.

¿Ni siquiera a la contra, como anti-referentes que quisieras esquivar de forma consciente?

Eso sí. Cuando filmas en el Hermitage es muy difícil no tener en mente El arca rusa. Parece que si filmas allí, tienes que hacer travellings, mover la cámara. Pero yo opté por la cámara fija, no tanto por llevar la contraria al recurso planteado por Sokurov, sino porque creo que el Hermitage ya es lo suficientemente expresivo como para tener que subrayar su exuberancia. ¿Para qué hacer más kitsch algo que ya es kitsch? El dorado de los pasillos no reclama ninguna pirueta. Había que plantar la cámara y ya está, dejando que Oleg se moviese por ese espacio como la figura anacrónica que es.

También sabía que no quería ser Tarkovski. Cuando llegué al pueblo de Oleg, que fue el pueblo de Tarkovski, y entré en esa casa abandonada, con todos esos libros y esos cristales que refractaban la luz de una forma tan tarkovskiana, me sentí como en una encerrona. Pero entonces, como estaba grabando con un teléfono móvil, pensé que era posible e interesante romper con todo equilibrio, introducir una cierta brusquedad en la forma. Fue una vía de escape, una huida de toda estilización y una apuesta por el juego con la cámara. Era un momento delicado porque es el único momento en el que dejo a un lado a Oleg. Él me llevó a esa casa abandonada y me dijo: “así era Komarovo”. Y se fue. Entonces entré en la casa… ¡y me encontré con la historia de Rusia! Libros de astronomía, un tomo sobre Lenin, poesía.

Oleg_Andres_Duque

¿En que lugar sientes que te ha dejado esta película y hacia dónde sientes que tienes ganas de caminar ahora?

Hay una faceta de mí que quizás no conoces demasiado y que, por el momento, estoy trabajando sobre todo en mis clases. Se trata de un interés por el fenómeno digital como elemento transformador del cine. La idea es empezar planteando a los alumnos el valor que puede llegar a tener un pixel, para luego llegar a buscar una descripción de lo que es el cine hoy en día. Es un ejercicio en el que uso desde un PowerPoint hasta un video de Youtube, pasando por sesiones de ChatRoulette, una interfase que te permite conectarte al azar con gente de cualquier parte del mundo. Es algo que trabajo sobre todo en los talleres que doy en Hangar. La idea de fondo es plantear que el cine está cambiando, no está muriendo, se está transformando. Me interesa cómo una serie de autores están tomando el legado de Deleuze y están redefiniendo el concepto de cine. Está Patricia Pisters, que dice que el cine es la cultura de la imagen en movimiento dominada por multi-pantallas, lo que supone un cambio de paradigma importante.

¿Y piensas que en algún momento todo esto puede tomar la forma de un proyecto cinematográfico?

Creo que esto ya está desde Color perro que huye, cuando digo: “mi memoria es un disco duro con imágenes fragmentadas…”. A partir de ahí, tomo conciencia de que estoy haciendo un cine que responde a otras formas de producir, de crear. En Oleg y las raras artes es más difícil encontrar una continuación de este discurso.

En Color perro que huye y Ensayo final para utopía hay un juego entre diferentes soportes y texturas que no está tan presente en Oleg y las raras artes.

En Oleg… hay un trabajo de coloreado, de manipulación de la imagen, que puede remitir a cosas que hice en Ensayo final para utopía. Estoy muy contento de lo que hemos terminado consiguiendo. En un primer momento, el colorista de la película se puso a trabajar intentando neutralizar el efecto del digital. Pero entonces, al ver las primeras pruebas, le dije que echaba en falta los tonos negros. Y fuimos a por ellos.

¿Dirías que tu trabajo apuesta por un nuevo formalismo, marcado por una cierta artificialidad, o hacia un nuevo realismo capaz de trascender el naturalismo?

Yo lo veo como un nuevo realismo de lo ilusorio. Ratificaría esa idea de Godard que apunta que el cine no es una ilusión de la realidad sino una realidad de la ilusión. Esto es algo que saca a flote el digital, que no esconde su condición de representación. Star Wars es eso, la realidad de la ilusión.

Llevo un tiempo planteándome una pregunta: ¿qué pasa cuando digitalizo las imágenes que filmo y estas pierden todo soporte físico, toda materialidad? Es algo que vengo haciendo desde Color perro que huye. Y, de hecho, la cinta ya no es lo mismo que el celuloide, donde hay un fotograma que puedes tocar, un negativo que puedes “ver” a contraluz. Pero con la cinta todavía hay una relación afectiva. La cinta te lleva a un recuerdo, a una vivencia, pero en el momento en que te deshaces de la cinta todo eso se pierde.

Todo esto me ha llevado a preguntarme lo siguiente: ¿es posible hablar de una piel del cine digital cuando, hoy en día, para hablar sobre el cine necesitamos toda una serie de metáforas? No podemos hablar de celuloide, perforaciones, particulas de plata, una cinta… Cuando hablamos del digital, todo son metáforas: cosas que hacemos como antaño y que nos recuerdan aquello que era hacer cine. Me gustaría encontrar una metáfora que me permitiera describir la piel del cine digital. Se lo pregunté a Patricia Pisters y me dijo que ella no tenía una respuesta. Me recomendó un libro titulado A Geology of Media de Jussi Parikka, una autora finlandesa que está aplicando términos de geología a los nuevos medios. Igual los artistas visuales de hoy con geólogos o ingenieros metalúrgicos en la manera como trabajan las imágenes, siempre desde la metáfora. ¡Trabajemos la metáfora!