(Imagen de cabecera: Tótem Loba de Verónica Echegui)

Víctor Esquirol (Huelva)

Escribo estas líneas en circunstancias poco propicias para la escritura. Ayer por la noche hubo fiesta, y por supuesto, todo pasó en un suspiro. Esto sí, la alegría de la música, el alcohol y el reencuentro con ciertas amistades, pareció alargarse mágicamente en un momento cuyo dulzor no fue más que un abrir y cerrar de ojos. El Sol empieza a filtrarse por la ventana, y por supuesto, sus rayos se traducen en un dolor punzante que temo que se vaya a eternizar. Pero en el día después no todo es amargura, pues también me acompaña el recuerdo de la selección de cortos que nos deja el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva. En la Sección Nacional, destacan dos piezas de ficción que, precisamente, beben de las mieles de la farra para acercarnos a figuras que, por desgracia, brotan de una realidad muy reconocible. En Tótem Loba, el debut en el guion y la dirección de la actriz Verónica Echegui, tenemos unas fiestas mayores como perfecto impulsor para una montaña rusa que nos lleva del pico de la algarabía al abismo del grito ahogado, de las risas cimentadas en la camaradería a los aullidos que anuncian caza mayor. Esta aterradora aventura empieza, de hecho, con un ejercicio de contrastes musicales y estilísticos.

De una iglesia sale la gigantesca representación de una virgen reverenciada al principio con el silencio sobrio y respetuoso de las multitudes, y poco después con la saeta lanzada por una mujer que repite, una y otra vez, la palabra “¡Guapa!”. Y así conocemos a la protagonista de este cuento, encarnada por una Isa Montalbán cuya apariencia y voz, precisamente virginales, la sitúan en el limbo perfecto en el que un personaje lo tiene todo para definirse como la nueva víctima, pero a lo mejor también para obrar el milagro de situarse por encima de la confusión en la que se acostumbran a perpetrar los peores crímenes. Aquí, ya se puede decir, la fiesta intentará esgrimirse como eximente.

De los cantos populares religiosos hemos pasado a la música electrónica de Ed is Dead, y a una filmación estilizada, que se deja llevar por los ritmos extradiegéticos, y que inunda la escena con colores anti-naturales. Más tarde, los títulos de crédito finales nos descubrirán que estábamos en Cañete, en la provincia de Cuenca, pero las coordenadas exactas carecen de importancia. Sí la tiene el espantoso sentimiento de sentirse fuera de lugar. En Magic, Magic, de Sebastián Silva, Juno Temple se desmoronaba en unas vacaciones en Chile, a miles de kilómetros de distancia de su país natal, principalmente porque le pesaba el factor irrecuperable de jugar como visitante en un entorno que no entendía, y que por esto, se le antojaba hostil en todo lo que le proponía.

Aquí, la aparentemente frágil presencia de Isa Montalbán es acogida por un pueblo que se rige por sus propias normas, rituales y liturgias. Ahí está la posible fuente de conflicto, en terminar invocando aquello de “son sus costumbres y hay que respetarlas” (por mucho que estas no nos respeten a nosotros). Del costumbrismo de la escena inicial o de unos planos detalle de unas croquetas caseras friéndose, pasamos a los escalofríos del folk horror. En el fragor de la fiesta, todo puede darse, todo se puede transformar… ¿todo está permitido? En una cancha de baloncesto, a altas horas de la madrugada, un grupo de amigos y amigas beben y ríen. De repente, montan un corrillo que encierra a una cámara a la que no le queda otra que dar vueltas sobre sí misma, hasta marearse.

Del exterior hemos pasado a un interior. A una discoteca, a la boca del lobo. Una transición que se ha ejecutado brillantemente a partir del uso de luces estroboscópicas, y de la conjugación de ritmos reggaetoneros con voces moduladas en auto-tune. La borrachera de Tótem Loba es sensorial, hasta el punto en que imágenes y sonidos a veces parecen contradecirse: lo que vemos asusta, sin embargo, lo que escuchamos sigue prometiéndonos diversión. Para cuando los sentidos se han puesto de acuerdo, es decir, cuando solo se oyen tambores de fondo, ya es tarde para escapar. Así ilustra Echegui el horror de caer presa de “la manada”: como ese empujón hacia el vacío disfrazado de ataque de vértigo controlado. Pero claro, ¿quién controla? Quien juega en casa, quien puede dar la vuelta a cualquier situación: esto no es un gesto instintivo para defenderse, es una reacción desproporcionada, esto no es una virgen, es una provocadora… esto no es una fiesta, es una trampa.

“Mindanao” de Borja Soler.

Mientras, el monstruoso skyline de Benidorm amanece con el nombre de otro enclave: Mindanao. Esta isla filipina pone título al nuevo trabajo en solitario de Borja Soler, quien después de Ahora seremos felices y Snorkel vuelve con su decidida apuesta para que el formato corto luzca como el largometraje más lujoso. Y en efecto, en lo más alto de una torre de cristal, está la curia política de la región, dándose el enésimo homenaje: otra fiesta en la que se ha perdido la noción del tiempo. No se sabe si fuera es de noche o si es de día, pero sí las horas (o minutos) que faltan para que dicha celebración llegue a su fin. Todo el país era una juerga, pero ahora ya no (tanto).

Ahora la cámara queda prendada de la magnética presencia de Carmen Machi, aquí en innegables funciones de alter ego de Rita Barberá. La estrella principal de esta decadente vorágine retira las cortinas de un ventanal, se protege con unas aparatosas gafas de sol, y declara: “Ya está, la película ya se ha terminado, ¿no ves que han dado las luces?” Y sí, lo que habíamos visto hasta entonces era una película, pero en ella seguimos encerrados. En una invención que, igualmente, también se dirige directamente a la realidad: ahora alguien pone sobre la mesa el nombre de Luis Roldán. Mindanao va sobre esto: las fantasías en las que nos refugiamos de la verdad. Ahí, por supuesto, encontramos las mentiras que nos contamos para soportarnos a nosotros mismos (“Yo siempre hice lo que creía que era mejor para la ciudad”), pero también esos relatos claramente deformados por la mano autoindulgente de la nostalgia.

De repente, el frenesí de decrepitud y corrupción, se detiene; la narración queda suspendida en una memoria mitificada de la infancia, esa maravillosa etapa en la que el mundo era mejor… seguramente porque nadie nos pidió aún que interviniéramos en él. El recuerdo proustiano de un helado de fresa despierta un momento de ternura: Carmen Machi, muy en su salsa, se derrite ante la presencia de Paulina García, cuyo personaje a lo mejor pase por ser el último resquicio de decencia sobre la faz de la Tierra. El cartel, en efecto, parece el de una producción de primer nivel, y el telón de fondo no engaña: podríamos estar leyendo un apunte a pie de página de El Reino, de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña, quienes por cierto figuran en la lista de agradecimientos de Borja Soler.

Duelos actorales de altura que en realidad son bailes cariñosos. Mindanao nos acerca a las resacas del poder, apostando por el dibujo empático de unas figuras que, seguramente con total merecimiento, se han ganado el odio del pueblo. Ahora la policía entra en la ecuación, y se escuchan de fondo unos aplausos anónimos, pero no queda claro si los motiva la actuación de las fuerzas del orden, o la tambaleante elegancia con la que la señora alcaldesa abandona el escenario. En tiempos marcados por la demonización de los bandos contrarios, Soler vuelve a dedicar atención a esas personas de las que decidimos apartar la mirada. Porque nos podemos apiadar de alguien e igualmente juzgarle, porque riéndonos con/de esa otra persona, recobramos todos ese punto humano que a lo mejor perdimos en la fiesta.