Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Casi quinientos kilómetros separan el barrio madrileño de Orcasitas de la localidad gallega de Santoalla do Monte, en Petín. Algo más de cuatro horas y media de viaje en coche es lo que se tarda en llegar desde el sur de la capital de España hasta la aldea orensana, donde fue asesinado en 2010 a tiros el ciudadano holandés Martin Verfondern, que se había instalado allí, junto a su pareja, para desarrollar un proyecto de eco-vivienda agrícola. La noticia apareció en la sección de sucesos de todos los medios. En ese mismo año, en la popular barriada madrileña se sucedían los desahucios, que también comenzaban a encontrar (por fin) su eco en los titulares de la crónica social y económica.

Sobre la primera historia trabaja Rodrigo Sorogoyen en As Bestas, que se presentó en la Sección Premieres del Festival de Cannes. Mientras que Juan Diego Botto dedica su ópera prima, presentada en la sección Orizzonti del Festival de Venecia, al drama hipotecario-judicial. Ambas películas coinciden, desde perspectivas muy disímiles, en el estudio del derecho a contar con un hogar propio. Una desde el drama con fracturas emocionales y la otra desde el cine político más académico. Ambas forman parte de la sección Perlak, que recoge algunos de los títulos que han brillado en otros certámenes, de esta edición del Festival de San Sebastián.

En su quinto largometraje, Sorogoyen toma el asesinato de Verfondern como punto de partida para uno de sus ejercicios de hibridación genérica, continuando el camino emprendido con Madre (2019). Respecto a los hechos reales, cambia la nacionalidad de sus protagonistas, que ahora son franceses, pero mantiene intacta la savia que alimenta su tormentosa historia. Antoine y Olga se instalan en una aldea gallega para comenzar una existencia “distinta” a la que tenían en su país. Se trata de aprovechar los recursos que les ofrece la tierra y, al mismo tiempo, rehabilitar las casas del lugar con el objetivo de que la vida vuelva a surgir en un entorno que representa a la perfección la España vaciada. Sin embargo, sus propósitos reciben el rechazo frontal de una familia –dos hermanos y una madre– que anhela sacar partido del interés que muestra una empresa de instalaciones eólicas en las tierras del pueblo.

Sorogoyen dispone los elementos de la trama perfilando una suerte de western rural que alude, en su crescendo de hostilidad y violencia, a Perros de paja (1971), de Sam Peckinpah. Sin embargo, el film trasciende este referente tomando un desvío narrativo –el guion lo firman el propio Sorogoyen junto a Isabel Peña– que lo conduce hacia el drama íntimo más áspero y emocional. En su interés inicial por el choque de trenes entre familias, la película adopta una perspectiva eminentemente masculina a través del punto de vista del hombre extranjero, un Denis Menochet inconmensurable en su humanidad y también en su manera de transmitir el conflicto interior que le asola. Por su parte, la segunda parte del film se desenfoca para que emerja la perspectiva de la mujer, una Marina Foïs que completa un casting excepcional con su labor contenida a la vez que rotunda. Su decidida defensa de los sentimientos y dignidad de su personaje impacta en una puesta en escena que apacigua para convocar la violencia ‘interior’ del relato.

Con As bestas, el director de Que Dios nos perdone (2016) o El reino (2018) entrega una obra voluntariamente desconcertante, que saca partido del uso del plano secuencia y que sobresale en su forma de capturar la intensidad de las conversaciones. Un film que se fractura para favorecer la justa y natural exploración de su conflicto central. Aquel que enfrenta a los “foráneos”, que buscan un paraíso perdido, con los hermanos gallegos, que solo sueñan con “dejar de oler a vaca”. Dos formas distintas de entender el concepto de hogar, de propiedad, pero también dos maneras de concebir la defensa de un espacio privado.

En el caso de En los márgenes, el relato y su propuesta estética se sitúan en el ámbito del cine social de denuncia más canónico y férreamente armado a partir de una tesis de partida, que el guion no pierde de vista en ninguna secuencia. En su ópera prima, Juan Diego Botto, que escribe el guion junto a la periodista Olga Rodríguez, propone un relato coral con cuatro historias que se cruzan. La cuestión de los desahucios –más de cien al día se producen en el país, como se recuerda al final del film– y de los movimientos ciudadanos, que se articulan para tratar de frenarlos y defender la dignidad de aquellos que van a perder su vivienda, son sus ejes centrales.

 

En el film no queda a pie de página ninguno de los agentes que participan en este tipo de procesos: desde las víctimas, los ejecutores (los bancos que concedieron la hipoteca), las plataformas que luchan por los derechos de los desahuciados, los servicios sociales públicos, el sistema educativo y el papel de los abogados. A este nivel, el film y sus tesis se sostienen sobre una vocación casi documental, de hecho la película incorpora una asamblea con testimonio reales, muy al estilo de Ken Loach, un referente absoluto de la película. Pero claro, esto hay que sostenerlo a partir de un armazón ficcional con historias cruzadas, que si bien es cierto que funciona simbióticamente, también transmite una sensación de querer abarcar la cuestión de una manera subrayada (o quizá demasiado didáctica), sin dejar lugar al cuestionamiento moral o a la búsqueda de otra perspectiva que no sea la del narrador/director.

Botto consigue un film de ritmo intenso, con un pulso firme basado en un montaje que consigue alterar de forma adrenalítica las pulsaciones del espectador, pero también ensimismarlo ante un excelente plano secuencia que protagonizan el propio director como actor frente a Penélope Cruz, en un papel en el que la actriz explora su (siempre sorprendente) vertiente cotidiana. La labor del debutante tras la cámara –heredera de la cercanía que proponen con inercia los autores de cine social– contribuye a generar esa empatía que logra que la denuncia tan evidente y remarcada (aunque necesaria, a un mismo tiempo) no fagocite sus valores cinematográficos. Siempre con esa vocación de defender el derecho a tener un hogar. Sea donde sea. En un barrio de Madrid o en una aldea orensana, lugares donde nadie se sienta foráneo y donde el cine encuentra material suficiente para la reflexión.