(Imágenes: “Niño de Elche canta el cine mudo”, fotografiado por Ivan Martínez)

Manu Yáñez

Sobre el escenario del Teatro Campoamor de Oviedo, Niño de Elche invoca a la “coalición de todas las fuerzas del mal”. Viste una túnica de reverendo y, entre susurros y loas a la fuerza artística e industrial del cine, afirma que le gustan “todo tipo de films”. Antes incluso de que se apaguen las luces del teatro, el espectáculo Niño de Elche canta el cine mudo ya propone más de un desafío conceptual. Paseándose por el espacio escénico, rodeado de globos negros, el cantaor y performer espeta: “La concha y el reverendo, antes de ser un film, es un esfuerzo”. ¿Pero qué tipo de esfuerzo se manifiesta en La Coquille et le Clergyman de Germaine Dulac y Un perro andaluz de Luis Buñuel? Históricamente, ha existido una inclinación a leer estas películas, de marcado carácter surrealista, bajo el signo de la descodificación; son obras que han engendrado grandes esfuerzos de análisis freudiano, además de una obsesión por conocer la trastienda de su creación. ¿Cómo se filmó la escena del ojo acuchillado? ¿Cómo se las ingenió Dulac para cercenar en dos el rostro de Lucien Bataille sobre la pantalla? Para Niño de Elche, todos estos empeños de lectura parecen tener poco interés. Su “esfuerzo” no busca clarificar nada, sino más bien todo lo contrario: despojar cada gesto de su significado evidente, reducir cada componente de la representación a su forma más pura y abstracta. En definitiva, alimentar el misterio.

Una producción de la Semana del Audiovisual Contemporáneo de Oviedo, Niño de Elche canta el cine mudo supone una prolongación del interés de SACO por el encuentro entre las disciplinas fílmica y musical. En 2019, el Teatro Campoamor acogió una representación del espectáculo Keatoniana, donde el pianista Jordi Sabatés y el grupo de percusión Camut Band atropellaban y tensaban las imágenes de Sherlock Jr., mientras que el año pasado el grupo Lagartija Nick presentó en SACO su particular homenaje rockero a la generación del 27, con Lorca, Buñuel y Val del Omar como referentes plásticos de la función musical. El caso de Niño de Elche canta el cine mudo puede verse como un paso adelante, o hacia la nada más preciada, en este itinerario de exploración interdisciplinar. Un camino en el que Niño de Elche, con la colaboración de Miguel Álvarez-Fernández y Emilio Pascual Valtueña, construye sentidos demoliendo el significado, la única forma de creación genuina si de lo que hablamos es de surrealismo radical. Una senda de destrucción en la que perece la lógica gramatical y casi todos los gestos melódicos. “No hay banda”, como decía el maestro de ceremonias de Mulholland Drive de David Lynch. Lo que queda sobre el tablado es un cuerpo que se retuerce, ensimismado en sus susurros y sus bramidos, en sus bufidos y aullidos. Los espectáculos de “cine con música en directo” suelen asentarse sobre la idea del “acompañamiento”. En el mejor de los casos, la música atempera las imágenes; en el peor, simplemente las decora. Pero a Niño de Elche no le interesa ninguna de estas opciones. Su tarea apunta a un diálogo imposible, encriptado en el lenguaje secreto de la verdadera creación artística.

Y, pese a todo, en Niño de Elche canta el cine mudo los significados florecen, aunque sea de manera fugaz, ignífuga. La irreverencia de Dulac se infiltra en la risa malévola, espástica y sarcástica del Niño. La lascivia que emerge en la superposición de cuerpos vestidos y desnudos en La Coquille… y Un perro… aterriza sobre el guante de látex con el que el Niño abraza lo sado. Y la desesperación de Pierre Batcheff, con su mano atrapada por una puerta y cubierta de hormigas, se traduce en un puro desbordamiento sonoro que alcanza el clímax cuando el Niño hace sonar una caracola gigante. Es el sonido de lo primario, un llamado tribal, un “esfuerzo” brutal que se sostiene en el tiempo y se expande por el espacio. Con el espectáculo Niño de Elche canta el cine mudo, la Semana del Audiovisual Contemporáneo de Oviedo da un paso más allá en su feliz apuesta por desandar los caminos de lo que conocemos por un festival del audiovisual. Cuando parece que todo está escrito, quizá lo más razonable sea poner en jaque el propio acto de escritura, invocando diálogos impensados entre imágenes, gestos y sonidos. Una cuestión de heterodoxia.