Carlos Reviriego (Toronto)

En la ballardiana High-Rise, Ben Wheatley se encerraba en un rascacielos londinense, y ahora con Free Fire se encierra en una nave abandonada en Boston. Ambos espacios son como ollas a presión donde confina a sus personajes hasta ponerlos en ebullición, territorios privilegiado para el surgimiento del caos y la salvaje violencia. Ambas películas transcurren a mediados de los años setenta, cuya reconocible estética y música forman parte consustancial de la propuesta. Free Fire es en todo caso una película más pequeña, más portátil, más manejable que la hiperambiciosa High-Rise, que avanzaba sin aliento víctima de su atrofia, pero que precisamente era en esa desproporción de energías donde expresaba su discurso más pregnante. Free Fire hace gala de una perpetua tensión cómica, construida como una pieza teatral de perros encerrados al estilo Reservoir Dogs –pero sin los flashbacks, aquí todo avanza bajo el dictado de un reloj que cuenta las balas que se disparan, muchas más que los 90 minutos de metraje, más cerca de sus 5.400 segundos–, donde la crónica pulp se transmuta en juego de supervivencia.

Free Fire es una película apasionante y apasionada, un sangriento carrusel de adrenalina y armas de fuego desde la perspectiva cool, una oda al humor como salvoconducto para cruzar el alambre de la vida y la muerte. Dos bandas de personajes estrafalarios, varios hombres y una mujer, se citan en una nave industrial abandonada para cerrar la transacción comercial de un arsenal de rifles automáticos. La cosa no empieza bien cuando los proveedores pretenden dar el cambiazo de unas M16 por unas AK-47, pero ese será el menor de los problemas. Cuando un inesperado y desagradable pleito se inmiscuye en las negociaciones, la semilla de la venganza personal se apodera del encuentro y se desata una guerra abierta en los confines cerrados y siniestros de un polígono industrial. Una olla a presión. Imaginen lo que puede deparar un tiroteo entre miembros del IRA, gánsters de la mafia de Boston, mercenarios del crimen y varios despojos sociales de alma heroica. Y en el centro, como recompensa al ganador, un maletín lleno de dinero. Wheatley está dispuesto a extraer todo el humor posible de la situación, y el estiradísimo, extenuante tiroteo opta por representar aquello que no se suele representar: la dificultad de matar y de morir. La imposibilidad de ser un héroe en el infierno.

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En defintiva, la agonía. Free Fire es ciertamente un relato tan ensordecedor y furioso como agónico, en el que sabemos que no podemos sino esperar que aquí muera hasta el apuntador, sea Cillian Murphy, Michael Smiley, Sharlto Copely, Arnie Hammer, Sam Riley, Jack Reynor o la bella Brie Larson (este espectador contó hasta trece tiradores, aunque pueden ser más), un excelente casting de perros rabiosos y sin escrúpulos, permeables a la traición. Wheatley envuelve el juego de supervivencia en el tono embriagador de la farsa cuasiparódica, en un registro cómico que amortigua la irrespirable tensión de colisiones dramáticas, en el escenario donde varios idiotas juegan a la destrucción anárquica cuando la azucarada Annie’s Song de John Denver da el pistolezo de salida. A una capa de enfrentamientos directos añade el guion una segunda capa de intervenciones externas y después una tercera capa que parece aglutinar las dos primeras para desactivar cualquier propósito que no sea otro que el de mantenerse en pie, aun con el cuerpo lleno de agujeros.

En un determinado punto de Free Fire, la dinámica de antagonistas se convierte en un laberinto de intereses, en un todos contra todos que hace justicia al título del film y donde nadie está a salvo ni siquiera de sí mismo. El guion de Wheatley y Amy Jump se devora a sí mismo hasta la pura abstracción de ruido y furia, de estallidos de fuego y sangre, de egos heridos y cuerpos cosidos a balazos. La película apunta a las percepciones sensoriales y nada más, su misión pasa por satisfacer los instintos primarios de la anarquía y la destrucción, de modo que la alambicada puesta en escena capitula a la comprensión directa y la lógica espacial del relato se desintegra en un vómito de furia. Como canta Denver: “Llenas mis sentidos […] como un paseo en la lluvia / como una tormenta en el desierto / como un océano dormido […] / Déjame darte mi vida / déjame ahogarme en tu risa / déjame morir en tus brazos”. Para Wheatley el infierno también puede ser una canción de amor.