Gran triunfadora de la última ceremonia de los Premios Oscar, la más reciente película del mexicano Alejandro González Iñárritu le confirmó, al menos, como un cineasta puramente industrial, dotado de la capacidad para generar éxitos de taquilla que satisfagan además las ansias intelectuales de una cierta parte del público. O dicho de otra manera, Birdman contiene elementos suficientes para contentar a quienes buscan un (aparente) trabajo actoral y a quienes entienden el cine como un puro entretenimiento. Manierista hasta el exceso, Iñárritu llevó en esta película sus ansias formales hasta su máxima expresión, aupado a lomos de la tecnología digital, a la que exprime para lograr un (falso) plano secuencia que cubre la película casi íntegra. Sea o no sea la obra maestra que muchos quisieron ver, y que arrebató a los académicos norteamericanos (académicos de la Academia de las artes y las ciencias cinematográficas de Hollywood, organizadora de los Oscar, y no la academia del mundo universitario), la película es al menos un magnífico ejemplo de las contradicciones que los cineastas del sur han de enfrentar a la hora de legitimarse como autores frente a la industria del norte, y un muy buen retrato de las dinámicas cinematográficas de la globalización.

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