Víctor Esquirol (Festival de Sitges)

Más que una pasión, esto empieza a parecer una enfermedad. Para bien o para mal, durante la última década, me he mantenido “estable” en la marca delimitada entre las setecientas y ochocientas películas vistas al año. Un ritmo capaz de calmar el hambre que convierte al cinéfilo en cinéfago pero, al mismo tiempo, una cuantía que pone en jaque los límites de la memoria. Y ahora viene la confesión vergonzosa: no son pocas las ocasiones en que he tenido que recurrir a bases de datos de Internet para determinar si había visto o no una determinada película. Es lo que implica el empacho: sacia pero no cala. Esta reflexión sirve aquí como contrapunto para perfilar un caso antagónico, cuando la contemplación de una gran obra despierta el convencimiento de estar ante una vivencia imperecedera. Es el caso de Bliss, de Joe Begos, presentada en la sección Midnight X-Treme y proyectada en una maratón de medianoche del Festival de Sitges, un contexto ya de por si proclive a lo inolvidable.

Antes siquiera de mostrarnos los títulos de crédito iniciales –de cuya tipografía, por cierto, podría haberse encargado Joel Potrykus–, Bliss advierte de los peligros (ataques de epilepsia, por ejemplo) que conciernen a los espectadores del film. Y efectivamente: la declaración de intenciones no tarda en concretar las amenazas. La pantalla nos encierra en un estudio que parece estar ubicado en el extrarradio de Los Angeles. Lejos del bullicio de la metrópolis, una joven pintora se enfrenta a la estruendosa tempestad generada por el monstruo de la crisis de creatividad. Una aflicción –bien presente en el universo de Stephen King– que aquí se ve acrecentada por las agobiantes y urgentes imposiciones de unos mecenas con alma de acreedores, insensibles a los caprichos de la siempre escurridiza inspiración. Empujada a la desesperación, la joven se decanta por lo que cualquier otra persona haría en su lugar: un pacto con el Diablo, formalizado aquí por el consumo masivo de una droga bautizada con el nombre del príncipe de las tinieblas.

A partir de aquí, Bliss adopta la mirada alucinada de Panos Cosmatos y el ritmo frenético y abrasivo del cine de Gaspar Noé. El primer colocón se salda con una memorable orgía de colores y ruidos que, lejos de pisarse los unos a los otros, confluyen en un hipnótico, magnético e inquietante sentido de la armonía musical. Evitando incursionar en el lenguaje del videoclip, Begos abraza, sin miedo a quemarse, la magia (negra) de todo buen ritual satánico-fílmico. En las imágenes, se palpa el vértigo de lo soberbio, el síndrome de Stendhal parece esconderse tras cada corte de montaje, pero también emerge la sombra del exceso autodestructivo, de una búsqueda gratuita de lo epatante. La advertencia que abría la película empieza a entenderse apenas a los diez minutos de metraje: ya no hay temor al ataque de epilepsia, sino a la combustión espontánea. Queda claro que la prioridad de Bergos consiste en poner a prueba la resistencia del espectador y de un dispositivo cinematográfico concebido como experiencia límite, como droga dura.

La narración se convierte así en un bad trip con resonancias dantescas, aliñado con pinceladas de splatter demencial y lisérgico. Consumir para consumirse, destruir para crear, convertir la pantalla en un lienzo salpicado con algo que solo puede considerarse como una obra maestra imborrable. Para llegar ahí debe pagarse un precio muy alto, y Joe Begos está dispuesto a abonarlo. El Diablo se lo cobra durante los 80 minutos de metraje, exponiendo a la musa del cineasta, una entregada Dora Madison, a un agresivo intercambio de fluidos corporales (sudor, semen y sangre; angustia, sexo y morts), y sometiendo la voluntad de Begos a un festín amorfo de violentos zooms y mareantes travellings circulares: espirales demoníacas que encierran al espectador en un centro insondable. La psicodelia como gesto impresionista, como detonante amoral de lo sublime, como agente revelador del fuego sagrado e intoxicante que corre por las venas del arte inmortal.