Página web del Sitges – Festival Internacional de Cinema Fantástic de Catalunya (5-15 octubre)

POBRES CRIATURAS | Yorgos Lanthimos | Reino Unido, Hungría, Estados Unidos | 2022 | 111 min.

En un pasaje revelador de la novela Pobres criaturas del escocés Alasdair Gray, el narrador, Archie McCandless, se refiere al objeto de su amor platónico de la siguiente manera: “Bella tiene la resistencia emocional de la niñez y, al mismo tiempo, la estatura y la fuerza de una mujer madura. Es incapaz de toda maldad derivada de la hipocresía y la mentira”. Lo que describe Max es una criatura tan impredecible e indomable como a la vez espléndida, un ser que no necesita empoderarse porque ya lo está desde su nacimiento, o más bien desde su creación. Por su parte, en la película homónima que ha dirigido Yorgos Lanthimos, y que protagoniza con una fiereza kamikaze la genial Emma Stone, Bella no es descrita con estas palabras, dado que el cineasta griego renuncia a emplear el dispositivo literario de la narración en primera persona. Sin embargo, más allá del cambio a una perspectiva más externa, la película se mantiene fiel al libro, desplegando una contundente, satírica y grotesca crítica al modo en que las sociedades modernas oprimen al individuo, en particular a la mujer.

Planteada como un festín de transgresiones, Pobres criaturas entrecruza, a la manera del pastiche posmoderno, varios de los grandes referentes de la novela gótica. Willem Dafoe da vida a Godwin Baxter, un trasunto del Dr. Frankenstein que es a su vez una criatura monstruosa, llena de cicatrices que hacen pensar en una gestación macabra. Luego entra en escena el también doctor Max McCandles (Ramy Youssef), el narrador de la novela, a quien Godwin le encarga supervisar, cual Pigmalión, la educación de Bella, una extraña joven que se comporta como una recién nacida y que muy pronto experimenta un ardiente despertar sexual. La fogosa curiosidad que experimenta Bella por el placer carnal se convertirá, por supuesto, en la principal carta con la que cuenta Lanthimos para poner patas arriba los prejuicios imperantes en las sociedades patriarcales (tras su primer encuentro sexual con un libertino encarnado por Mark Ruffalo, Bella se pregunta en voz alta: “¿Por qué la gente no hace esto todo el tiempo”?).

En términos audiovisuales, Pobres criaturas se presenta como un desafío para los sentidos y el intelecto. Lanthimos, a la manera de Bertolt Brecht, se abona al artificio –emplea grandes angulares, zooms violentos, escenarios irreales y transiciones entre el blanco y negro y el color– para afianzar su mirada transgresora sobre la realidad, marcada por la emancipación sexual y política de Bella, quien flirtea con el socialismo de tintes anarquistas. Es como si el cine de Stanley Kubrick (en especial Barry Lyndon) se hermanara con el de Federico Fellini (Y la nave va) para embestir con virulencia contra el modo en que la sociedad impone jerarquías, instiga la explotación y fomenta la ignorancia. De hecho, no parece casual que Lanthimos elija a Hanna Schygulla, la musa de R.W. Fassbinder, para interpretar a una de las pocas aliadas que Bella encuentra en su odisea hacia el conocimiento y la libertad. Manu Yáñez

LA TEORÍA UNIVERSAL | Timm Kröger | Alemania | 2023 | 100 min.

En el inicio, unas imágenes en color, en una filmación televisiva, de baja calidad, dan cuenta de la publicación del libro de Johannes, el protagonista de esta historia. Su accidentado paso por la televisión culmina con un llamado desesperado para volver a ver a Karin, se encuentre donde ella se encuentre. Yendo y viniendo en el tiempo, apelando a las elipsis y los cambios de época, La teoría universal juega, como en el jazz, con dos standards aparentemente contrapuestos: la del genio guiado por un destino del que no puede escaparse y la del caos del universo que permite, incluso, la convivencia de realidades paralelas.

La referencia al jazz no es sólo metafórica. Y es que, además de que la música ocupa un lugar importante en la construcción del clima y de la trama, Karin es pianista de jazz. Pianista a la que el joven físico Johannes encuentra en 1962 en un Congreso de Física al que acude con su tutor de tesis para escuchar la ponencia sobre física cuántica que brindará una luminaria iraní que nunca llegará a concretarse. En algún lugar de los Alpes suizos, en el marco de un encuentro de la comunidad física, la tesis doctoral de Johannes encontrará, de algún modo, el sustrato fáctico que venía necesitando. Efectivamente existe algo así como una realidad paralela (o más de una) y existe también la posibilidad de viajar de uno a otro universo. La realidad (atravesada por conspiraciones reales o imaginarias) llevará a que aquella tesis termine viendo la luz bajo la forma de una novela (la referida en el primer párrafo).

Ejercicio de estilo, la posguerra y la guerra fría, el fuera de campo y el expresionista uso del blanco y negro constituyen las particulares herramientas para una construcción en la que trazos de Alfred Hitchcock, David Lynch y la ciencia ficción paranoica de la década de los 50 del siglo pasado pueden encontrarse. Hay algunos cabos sueltos y ciertas redundancias. Sin embargo, ello posiblemente se debe a la propia búsqueda de la película, que por momentos parece improvisar realidades posibles sobre una misma melodía. He aquí una película lúdica e inteligente, quizás un poco engreída, pero incuestionablemente tocada por el descaro y el amor por el cine. Fernando E. Juan Lima

ROBOT DREAMS | Pablo Berger | España, Francia | 2023 | 102 min.

Robot Dreams, la nueva película del bilbaíno Pablo Berger, se presenta al espectador como un derroche de nostalgia. En su abordaje al icónico paisaje urbano de Manhattan, la película despliega una colección de souvenirs de los años ochenta, de los videojuegos arcade a las cabinas telefónicas, de la moda del break dance a la prehistoria del audiovisual que hoy representan aparatos como el radiocasete o el formato VHS (aunque, desde la perspectiva actual, lo más chocante de aquellos recordados años 80 es el reposado fluir de la vida lejos de los dispositivos móviles). Berger añade a este cóctel memorístico un toque patrio gracias a la aparición de un bolso decorado con la inestimable figura de nuestro Naranjito mundialista. Pero, claro, toda mirada al pasado, por muy naif que sea, lleva incorporada un cierto halo de melancolía, que en Robot Dreamscuaja en la imagen ilustrada del skyline neoyorkino, de la que emergen, imponentes y dolientes, las Torres Gemelas.

Con Robot Dreams, Berger prosigue su trabajo en torno al mutismo, que tomo una forma enérgica en la expresionista Blancanieves. Aunque, en su nuevo film, el autor de Torremolinos 73 apacigua su tendencia al exceso para adaptar, con mimo y sosiego, la novela gráfica de Sara Varon, en la que un perro solitario decide alegrar su día a día adquiriendo un robot de compañía. Esta premisa permite imaginar múltiples películas, desde el drama sobre la alienación urbana (a la manera de Air Doll de Hirokazu Koreeda, o de los films de Michelangelo Antonioni) hasta el buddy film de aires ochenteros (el robot, en su ingenuo abordaje a la gran urbe, trae a la memoria el imaginario de Tarzán, en la versión absurda de El hombre de California). A la postre, la amable y gozosa Robot Dream se sitúa en un punto intermedio entre ambas posibilidades, y además incorpora esa pulsión surrealista tan característica de la obra de Berger y que aquí cuaja gracias al guiño recurrente a la historia de El mago de Oz.

Concebida como un festín de humor blanco, con unas pocas pinceladas de mala leche (que llegan, sobre todo, tras la separación ¿temporal? entre el perro y el robot), ‘Robot Dreams’ transcurre pausada y fluidamente. Los encuadres fijos rinden tributo a las ilustraciones de Varon, aunque Berger se permite alguna licencia meta, como la “salida” del robot del encuadre-viñeta, un giro que habría hecho las delicias de Chuck Jones o Tex Avery. En cuanto al tono, Robot Dreams encuentra acomodo en el seno de la comedia deadpan, ese humor que se beneficia de la limitada expresividad de sus protagonistas. Una apuesta por el distanciamiento que, sin embargo, acaba implicando con fuerza al espectador gracias al fulgurante empleo del tema September de Earth, Wind and Fire, o mediante la atenta observación de cada acción y reacción de los personajes. De hecho, esa podría ser la apuesta más audaz de la delicada Robot Dreams, no solo porque la pausa sea un ingrediente secundario en la obra previa de Berger, sino porque el sosiego puede llegar a percibirse como una anomalía en un mundo, el actual, vampirizado por el frenesí. Manu Yáñez

BLACK FLIES | Jean-Stéphane Sauvaire | Estados Unidos | 2023 | 120 min.

El francés Jean-Stéphane Sauvaire, director de Johnny Mad Dog y A Prayer Before Dawn ha rodado en Nueva York (está radicado desde hace tiempo en Bushwick) un intenso, estilizado, pero a la postre algo recargado y subrayado drama sobre dos paramédicos que trabajan para el departamento de bomberos de la Gran Manzana. Por un lado, está Ollie Cross (Tye Sheridan), el rookie, que comete todo tipo de torpezas y se impresiona con cada herido al que hay que socorrer; y, por el otro, Gene “Rut” Rutkovsky (Sean Penn y su rostro arrugado), el curtido, el cínico, el que se las sabe todas. Entre ellos surgirá primero una suerte de relación maestro-alumno, pero luego aparecerán diferencias éticas y muy disímiles elecciones de vida (Ollie, por ejemplo, está iniciando una relación afectiva, mientras que Rutkovsky se ha divorciado).

La película, que remite de manera inevitable por su temática a Al límite, también tiene bastantes elementos que lo ligan a otro film de Martin Scorsese, Taxi Driver, así como al Abel Ferrara de Teniente corrupto (Penn tiene algo del Nicolas Cage de aquella y del Harvey Keitel de ésta), es pródiga en situaciones extremas, casi al borde de lo intolerable, como para exponer las presiones y el estrés que sufren a diario (en verdad de noche) estos profesionales especializados en atender casos de urgencia que en la mayoría de las veces terminan con muertes en las calles o en los lugares más sórdidos de la urbe.

Más allá de su indudable pericia para sostener la tensión (y la atención), Sauvaire parece demasiado proclive al tratado con el dedo alzado y a juzgar a sus personajes en sus descensos a los infiernos por los pecados cometidos por (y hacia) ellos. Así, el espíritu de thriller psicológico que domina unas cuantas muy buenas escenas termina cediendo frente a la tentación aleccionadora. Diego Batlle

LA SOCIEDAD DE LA NIEVE | Juan Antonio Bayona | Estados Unidos | 2023 | 120 min.

En los primeros compases de La sociedad de la nieve, la voz en off de uno de los personajes apunta que “hay que regresar al pasado sabiendo que el pasado es lo que más cambia”. La frase puede leerse como una alusión al carácter difuso y volátil de la memoria, una fragilidad que Juan Antonio Bayona convierte en la principal arma de su audaz viaje al corazón de la tragedia (o milagro) que aconteció en los Andes chilenos en 1972, cuando, tras un accidente de avión, un grupo de jóvenes sobrevivió durante 72 días en las condiciones más extremas imaginables. Para los cinéfilos, la peripecia de los miembros de aquel equipo uruguayo de rugby está íntimamente ligada a la película Viven, que dirigió Frank Marshall en 1993, con un joven Ethan Hawke. Pero Bayona toma como fuente de inspiración la novela que da título a su película, escrita por Pablo Vierci, y se desmarca de la versión de Hollywood al renunciar a una escritura arquetípica en favor de un despliegue fílmico eminentemente sensorial.

Viven se esforzaba por clarificar, desde el primer momento, los roles que ocupaban cada uno de los personajes entre la troupe de supervivientes: el líder, el médico, el rebelde, el responsable, el loco… Pero a Bayona le interesa mucho más el grupo que las individualidades. De hecho, en sus mejores momentos, La sociedad de la nieve opera como un lienzo al borde de la abstracción, poblado por primerísimos planos que capturan de forma elocuente la desesperación y el deseo de supervivencia. Si hablásemos de pintura, podríamos pensar en El grito de Edvard Munch. Y es que Bayona, con un arrojo inédito en su obra previa, se lanza a explorar las posibilidades de un cine de los cuerpos, allí donde lo narrativo se desdibuja para alcanzar un saber que reside en lo físico. Hay algo de pureza fílmica en esta apuesta pulsional, capaz de elevar a la condición de imagen capital un plano detalle de la última expiración de un hombre.

La sociedad de la nieve tiene tan clara su adhesión al cine de la fisicidad que, incluso cuando merodea por el territorio de lo discursivo, no abandona el buen rumbo. Cuando un joven que ha quedado malherido toma la palabra para exponer su concepción de lo heroico y lo divino, lo que termina haciendo es pasar lista a las partes del cuerpo que utilizan sus compañeros para ayudarle: las manos piadosas de uno, el rostro luminoso de otro… Cabe decir que los hechos que retrata La sociedad de la nieve conducen inevitablemente a lo trascendental, un territorio que Bayona recorre y sortea con igual convicción. En otro discurso memorable, uno de los protagonistas encadena unas frases que apuntan, primero, al sinsentido de una existencia lastrada por la vulnerabilidad física, y luego a la posibilidad de un sentido afectivo, una humanidad trascendente. Manu Yáñez