Página web del Atlántida Film Fest en FILMIN
AFTER BLUE. Bertrand Mandico | Francia | 2021 | 120 min.
Como sucede con las grandes historias, la narración de After Blue parece invitar al canto. En el nuevo trabajo del francés Bertrand Mandico, este canto se ejecuta a partir de una coral de voces y caras que se solapan y complementan para dar forma al prólogo de la película. ¿Cuándo? En un futuro muy lejano. ¿Dónde? En el planeta After Blue, lugar de residencia de la humanidad después de la destrucción de la Tierra. El hombre, nos cuentan, fue el causante de tal calamidad, y ahora solo queda la mujer. Una de ellas toma la palabra, y el protagonismo. Su nombre es Roxy, pero en el pueblo la conocen como Toxic. Ambos nombres se repiten una y otra vez, como si juntos formaran el estribillo de una canción que no acaba de concretarse a lo largo de las más de dos horas de duración. Y es que todo es exceso en el nuevo trabajo de Mandico. La película es monumental, se mire cómo se mire; maratoniana, si se prefiere, solo que aquí la larga distancia se corre con la gestión suicida de energías con la que se afrontan los 100 metros lisos.
¿Qué es After Blue? ¿Una aventura espacial? ¿Un coming of age? ¿Una fábula familiar? ¿Un western post-apocalíptico? ¿Un musical encubierto? Es todo esto, y mucho más. Del mismo modo, las referencias que vienen a la cabeza se amontonan, pisándose las unas a las otras, formando un conglomerado cuyos componentes acaban siendo indistinguibles. Ahí están los brillos y las neblinas líquidas con las que John Boorman dio vida a la Leyenda Artúrica, el kitsch de Mike Hodges en Flash Gordon, el delirio visual y la escritura de personajes del Alejandro Jodorowsky que va de Fando y Lis a La montaña sagrada. Ahí está, cómo no, Panos Cosmatos (Beyond the Black Rainbow, Mandy), ese sublime reciclador de la materia oscura de los años 80. En esta misma línea, resulta fácil acordarse de Hélène Cattet y Bruno Forzani, brillantes (re)intérpretes del giallo y el polar.
Con After Blue, el autor de Les garçons sauvages se consagra como infatigable creador (y mezclador) de imágenes y sonidos imposibles. Todo parece nuevo, todo recuerda a la excitación de esa primera vez en que nos enfrentamos a una experiencia para la que nadie nos había preparado. Como si fuéramos alienígenas en un mundo todavía por explorar. Todo en After Blue está sujeto al poder transformador que surge de la interacción entre imágenes. El rostro de una mujer nos lleva a otro, y este al de un hombre, y este al de un ser de género no binario. Del mismo modo, la partitura omnipresente, tan importante como las líneas de diálogo, pasa del órgano a la batería, de los coros celestiales a los ritmos disco, de lo sinfónico a lo punk. Esta película bien podría ser la poción preparada por un alquimista cósmico; el resultado de remover, con genio furioso y libido disparada, los procesos con los que operan nuestros sentidos. Fuertes pulsiones lovecraftianas laten también en este cuento que parece llegado de una dimensión muy lejana y extraña. Una dimensión regida por leyes que llaman al caos, presidida por geografías de cromatismo absurdo y habitada por una vegetación que desafía a cualquier lógica. Un reino imposible de ver, escuchar y entender (como lo era, por ejemplo, el de Mamoru Oshii en Angel’s Egg); un reino que no puede ser reproducido fielmente por ninguna palabra ni ninguna imagen, pero que a lo mejor sí por la unión excesiva de todas ellas. Víctor Esquirol
FUTURA. Pietro Marcello, Francesco Munzi y Alice Rohrwacher | Italia | 2021 | 110 min.
Si dejamos a un lado el ensimismamiento característico de la obra de Paolo Sorrentino, cabría afirmar que el cine italiano contemporáneo orbita, en su mayor parte, en torno a la crisis socioeconómica y política que afecta a la nación transalpina. Un compromiso con lo real que reverbera con fuera en la obra de Pietro Marcello, Francesco Munzi y Alice Rohrwacher. En obras como Bella y perdida o Martin Eden, Marcello ha dado cuenta del vacío moral y la decadencia cultural de una Italia desmemoriada. Por su parte, en ficciones como Calabria, mafia del sur o en un documental como Asalto al cielo, Munzi ha dirigido la mirada a un pasado de valores familiares e idealismo político que pone en evidencia el desaliento de la Italia actual. Por último, Rohrwacher, autora de un cine intimista y fabulístico, ha encontrado en el extravío de la Italia de Berlusconi el trasfondo perfecto para sus cuentos morales. Ahora, estos tres autores unen fuerzas en Futura, un documental itinerante que atraviesa la geografía italiana con la intención de construir una radiografía del estado de ánimo de la juventud actual.
Tomando como referente Encuesta sobre el amor de Pier Paolo Pasolini, Marcello, Munzi y Rohrwacher intentan abarcar todos los recovecos de la sociedad italiana, de unas jóvenes practicantes de equitación a los habitantes de los barrios marginales de Nápoles, de los estudiantes de una prestigiosa escuela de música a los chicos de un centro de acogida de inmigrantes. Una transversalidad en la que, pese a la disparidad de miradas, termina imponiéndose una visión del porvenir marcada por la inquietud y la incertidumbre, ingredientes propios de la experiencia juvenil que aquí aparecen reforzados por una paupérrima coyuntura nacional (muchos testimonios apuntan al deseo de abandonar el país y buscar suerte en el extranjero) y por la difícil situación generada por la pandemia de Covid. En su ir y venir por la geografía italiana, Futura da cuenta de las singularidades de cada uno de sus directores, pese a que, en lo referente a su textura visual, el film se presenta uniformizado por el empleo de película de 16mm (un formato habitual en la filmografía de Marcello y Rohrwacher). Así, por ejemplo, en los pasajes dirigidos por Marcello, los mejores del conjunto, se imponen unas formas inquisitivas: el director de La bocca del lupo pega la cámara a los rostros de sus interlocutores y, con un tono de voz que aúna la rudeza y el cariño, formula preguntas sobre el significado del porvenir, la cultura, el deseo de emancipación…
Por su parte, Rohrwacher celebra, en off, ese territorio de misterio y transformación que es la juventud, y hace esfuerzos por ampliar el abasto del retrato social: entrevista a jóvenes procedentes de familias privilegiadas que expresan su absoluto desinterés por la transgresión, pero también a una familia de gitanos en que los hijos celebran la consecución de libertades respecto a la generación de sus padres (ya no están obligados a casarse en la adolescencia). Y luego, en una secuencia emocionante, la directora de Lazzaro feliz evoca los trágicos acontecimientos acaecidos en Génova durante la cumbre del G8 de 2001, cuando unos estudiantes que ocuparon un centro educativo fueron brutalmente desalojados por las fuerzas del orden. La cineasta, al igual que Marcello y Munzi, expresa, a través de su retrato de la juventud italiana, el deseo de ver un futuro de mayor equidad, responsabilidad y consciencia, unos anhelos que chocan con un mundo que, según la mayoría de testimonios que recoge el film, está dominado por adultos incapaces de ponerse en la piel del otro, ni siquiera de aquel otro que ellos mismos fueron. Tomamos nota. Manu Yáñez
QUIERO HABLAR SOBRE DURAS. Claire Simon | Francia | 2021 | 95 min.
A pesar de ser reconocida por su faceta como documentalista, Claire Simon suele afirmar que su cine se encuentra en el camino donde se cruzan realidad y ficción. Quiero hablar sobre Duras toma como punto de partida la transcripción de las charlas que mantuvo la periodista Michèle Manceaux con Yann Andréa, que fue amante de la cineasta y escritora Marguerite Duras desde comienzos de la década de los ochenta hasta el final de sus días. La directora del díptico Gare du Nord y Géographie humaine (2013) opta por una puesta en escena concisa y desprovista de cualquier tipo de artificio. Son dos largas conversaciones, fracturadas por un ligero intermedio narrativo, que se van salpicando con breves flashbacks, fragmentos de películas de Duras –L’homme atlantique y Agatha et les lectures illimitées (1981), en las que participó Andréa–, entrevistas en vídeo con la escritora y unas acuarelas que ilustran los momentos de sexo que narra el film y también los enfrentamientos entre la pareja, que sumieron al amante en un estado de desesperación vital. Andréa era un joven de veinte años que devoraba la literatura de Duras, un fan capaz de ver diez veces Indian Song (1975) y de escribir cartas de amor a su idolatrada escritora. Fruto de esta correspondencia prolongada en el tiempo, ella conoce a su joven admirador del que la separan casi cuarenta años.
El encuentro depara una relación, primero, platónica, de admiración, pero muy pronto comienza la pasión. Hasta ese momento, Andréa solo había sentido atracción sexual por hombres, pero con Duras experimentó tanto la necesidad emocional como la física. La escritora aceptó a su lado a ese “vagabundo moderno”, dispuesto a dejar su casa, sus amigos y su vida para estar junto ella, y comenzó a moldearlo según sus gustos. El joven pensaba, como confiesa en el film, que su vida solo tenía sentido si se expresaba a través de ella y justo como ella quería. Por eso llegó aceptar que le impusiera cómo andar o qué comer, pero también cómo amar y ser amado. Ese proceso de alienación, sus pulsiones homosexuales y la frustración vital, llevaron a Andréa a intentar suicidarse, pero no se llegó a separar de Duras.
Simon trabaja con material real –unas cintas de audio que permanecieron mucho tiempo custodiadas por la hermana del periodista, hasta que finalmente fueron trascritas y vieron la luz– de una manera sobria. Su forma de filmar las largas conversaciones, sin utilizar el plano-contraplano, busca transmitir la sensación de que estamos dentro de la misma habitación donde están teniendo lugar. Para este (pacífico) duelo dialéctico cuenta con el buen trabajo de Emmanuelle Devos, como la escritora, y Swann Arlaud, en el papel del amante. El descubrimiento de esta historia y, sobre todo, del personaje masculino, se atojan como los puntos fuertes de un film que termina abordando demasiados temas en su deriva permanente por el tumultuoso universo emocional que significó la relación entre Duras y Andréa. Fernando Bernal
EARWIG. Lucile Hadzihalilovic | Reino Unido, Francia, Bélgica | 2021 | 114 min.
Earwig es la adaptación de la novela homónima del escritor, escultor y artista de performance inglés Brian Catling, un autor que conecta a la perfección con la sensibilidad de Lucile Hadzihalilovic (Innocence, Evolution). El film transcurre en algún lugar indeterminado de Europa, después de la II Guerra Mundial, y está protagonizado por Albert, un hombre que se ocupa de cuidar a Mía, una niña que vive recluida en una casa donde las ventanas y las puertas siempre están cerradas. La misión del adulto es cambiar cada día los dientes de hielo de la pequeña, una misión que supervisa con periodicidad fija una voz anónima mediante una escueta llamada de teléfono, la misma persona que se encarga de pagar cada mes los honorarios de Albert.
Earwig es una película hecha de silencios y sonidos. El trabajo en este apartado es admirable y se complementa a la perfección con la banda sonora minimalista que compone Augustin Viard, con la producción de Warren Ellis, cómplice íntimo de Nick Cave en varios de sus proyectos. Entre los dos protagonistas no hay conversaciones, solo rituales (comer, dormir y el momento en el que se produce el cambio de dentadura) y una distancia que no se justifica en ningún momento al espectador. Como sucedía en sus anteriores obras, la propuesta de la directora es eminentemente sensorial, un billete para un viaje al que hay que sumarse liberado de prejuicios y muchas veces sin tratar de comprender la lógica narrativa que propone el film, que se sitúa de manera decidida entre la literatura de terror, el surrealismo y lo onírico.
El espectador se ve envuelto en la creación de una atmósfera misteriosa, siniestra e hipnótica. Ahí tiene un papel determinante la dirección de fotografía de Jonathan Ricquebourg, que ya realizó un trabajo muy similar con Albert Serra en La muerte de Luis XIV (2016). Se trata de conseguir ambientes sin iluminación artificial, dejando que la oscuridad ocupe su espacio y la luz indirecta proponga desconcertantes claroscuros que refuerzan de una manera determinante el componente gótico de la película. Un factor siniestro que se hermana con una trama críptica, que despierta asociaciones con el David Lynch de Carretera perdida (1997) o al cine de Peter Strickland. Un cine que no hace concesiones. Fernando Bernal
LA FIEBRE DE PETROV. Kirill Serebrennikov | Rusia, Francia, Alemania, Suiza | 2021 | 145 min.
Según sugiere el cineasta (disidente) Kirill Serebrennikov, la fiebre que afecta a Petrov, el protagonista de su film, parece ser el fruto de una enfermedad que ha calado hondo en la sociedad rusa. Un malestar que sumerge al conjunto de la película en un estado febril, líquido, delirante. Una vez instalados en el desconcierto inicial, no hay manera de salir de allí. Llega un momento en que uno no sabe si su cerebro ha desconectado de la trama, o si ha sido el propio aparato cinematográfico el que ha decidido desvincularse de cualquier lógica identificable. Esa réplica no tiene sentido, ni aquella otra, ni la de más allá. ¿Quién habla? ¿De qué está hablando? ¿Qué está pasando aquí? La mayoría de líneas de diálogo acaban reducidas a la categoría de balbuceos. Una presencia degeneradora (muy en la línea del Aleksey German de Hard to Be a God o el Sergei Loznitsa de A Gentle Woman, dos aventajados exponentes del nuevo cine del caos de Europa del Este) toma posesión del conjunto.
Todos los elementos que están en el cuadro renuncian a la armonía y se libran a una lucha entre ellos por la absurda curiosidad de ver cuál de todos ellos será el último que quedará en pie. Todos los estímulos siguen la ley de la jungla, mientras Serebrennikov, en vez de intentar poner orden, alimenta aún más su furia. En su La fiebre de Petrov, hay zombies, super-heroínes con fuerza sobre-humana y alienígenas que acechan en la esquina. Ataque total en un todo desquiciado y, por supuesto, desquiciante. Decir “surrealista” es quedarse corto.
Ahora toca zambullirse, porque sí, en un flashback estiradísimo o a lo mejor en la última alucinación de una mente que agoniza. Kirill Serebrennikov disfruta yéndose por las ramas en un país que, por lo visto, puede cruzarse de San Petersburgo a Vladivostok sin tocar el suelo. Así de hiperbólico, absurdo y, por qué no decirlo, irresistible. Su barroquismo alcanza el punto de sobresaturación por sus propios excesos y, claro, la imagen resultante es fea, incluso grotesca… y aun así, magnética. Porque no se puede apartar la atención de aquello tan increíble que, en efecto, no se puede creer. Ni tampoco olvidar. Víctor Esquirol