Del 27 de julio al 27 de agosto, en la plataforma de VOD Filmin, se celebra el Atlántida Film Fest. Aquí, nuestros críticos analizan cinco joyas imperdibles del certamen online:

BAIT. Mark Jenkin. 89 minutos. Reino Unido (2019). Con Edward Rowe, Mary Woodvine, Simon Shepherd. Sección Memoria Histórica (ya disponible).

Hay algo singular en Bait, el incómodo primer largometraje del realizador británico Mark Jenkin. Algo que tiene que ver con la belleza casi irreal de algunos de sus planos en blanco y negro, rodados en una Bolex manual de 16mm y procesados a mano, o con el choque que se produce entre una puesta en escena anclada en los orígenes del cine británico y una historia profundamente contemporánea. Para contar el drama de un pueblo costero, en el que se enfrentan dos familias –una empeñada en mantener las tradiciones de la pesca ancestral, otra decidida a sacar rendimiento económico al incipiente turismo–, Bait apuesta por una forma que es casi imposible desligar de los pioneros del Free Cinema, aquellos jóvenes airados que a mediados de los años 50 arremetieron contra el cine de propaganda y trataron de encontrar belleza en las clases populares, en los espacios de la vida cotidiana, en aquellos lugares a donde no llegaba el cine oficial.

Por otra parte, resulta casi imposible leer Bait, película realizada en pleno debate sobre la forma que finalmente alcanzará el Brexit, si no es a la luz de una tradición y un contexto de crisis nacional, cuestiones que subyacen en el retrato etnográfico que propone el film. Está primero la preocupación por un país, el propio del director, que como aquella Gran Bretaña de la posguerra, amenaza con deslizarse por un abismo, inmerso además en un momento global de cambio e incertidumbre. Las viejas costumbres –la pesca que un personaje de Bait se empeña en enseñar a su hijo– se tambalean ante los nuevos negocios globalizados, ese turismo que todo lo invade en busca de falsas ideas de autenticidad (bello y amargo momento, en el que la dueña de la casa afirma que compró por internet las boyas, redes y aparejos marinos con los que adorna su casa… en un pueblo de pescadores).

En Bait palpita también una urgencia por retratar lo coditiano, lo invisible, los conflictos del día a día. Invocando la herencia del Free Cinema, o incluso la estirpe del Robert Flaherty que rodó en Irlanda Hombres de Arán, en 1934, Bait se erige en un trabajo de ficción que se asienta en lo real en un frágil equilibrio. Una ficción rodada de forma precaria, con una toma por plano, sin repeticiones, y evidenciando cierto amateurismo en la interpretación y la escritura de los diálogos, Bait no esconde su condición de proyecto realizado con estudiantes de una escuela de cine. Así el film se arraiga en una tradición de un cine tosco, pero no renuncia a buscar nuevas formas e ideas. La película tiene momentos prodigiosos en cuanto al montaje narrativo, que disloca los tiempos, avanza escenas o acontecimientos, y trabaja los detalles visuales y sonoros con un evidente y nada disimulado artificio. Todo el sonido ha sido añadido en postproducción, lo que provoca una interesante dislocación entre lo real y lo ficcionado, una suerte de separación entre lo que vemos y oímos. A la postre, más allá de la nostalgia algo indisimulada que la película, Bait deviene una tan imperfecta como sugerente. Gonzalo de Pedro Amatria

THE SOUVENIR. Joanna Hogg. 120 minutos. Reino Unido, Estados Unidos. Honor Swinton Byrne, Tom Burke, Tilda Swinton. Sección Domestik (disponible el 30 de julio).

Las dos horas de metraje de The Souvenir, la nueva película de la británica Joanna Hogg, funcionan como un gran movimiento de acercamiento. De partida, una serie de fotografías en blanco y negro de una ciudad (presumiblemente, Sunderland) brindan una panorámica privilegiada del lugar en el que va a transcurrir la acción. Mientas, dos voces en off otorgan un sentido narrativo a la colección de imágenes estáticas: resulta que una joven directora de cine pretende rodar ahí una película. A partir de ahí, la cámara se va acercando. Hacia determinadas clases sociales (aquí, una aristocracia de decadencia viscontiana), hacia unos ambientes, hacia unas fiestas, hacia Julie (Honor Swinton Byrne), hacia un hombre enigmático. Se va estrechando el círculo. Se va comprimiendo un cuadro lleno de sugerencias de sentido.

La cámara de Hogg no deja de moverse hacia delante, incidiendo en la vida privada de sus protagonistas… e insinuado un carácter insondable. Julie conoce a Anthony (Tom Burke, descomunal en su intimidante repertorio de miradas), y éste le pregunta acerca de la verdad contenida en la película que está filmando. A partir de ahí, cuando el plano corto ha tomado el relevo del largo, todo se emborrona; la imagen granulada se enturbia: la mentira se va apoderando del relato. La omnipresencia de espejos o cristales en The Souvenir apunta a algo más que al puro lucimiento estético: acentúa la dimensión elíptica del film. En vez de dar pistas desde una posición privilegiada, la puesta en escena se contagia de la confusión circundante, e intenta encontrar sentido a través de cualquier resquicio. Las imágenes nos llegan partidas, desdobladas… ilustrando las deformidades de la trama.

El carácter autobiográfico de la película, sumado a su componente metafílmico, crea un juego constante de simetrías y reflejos que funden dimensiones. Por ejemplo: Julie (Honor Swinton Byrne) es el alter ego de Joanna Hogg, y su madre en la ficción es su madre en la vida real, Tilda Swinton. El misterio de The Souvenir nace de la interacción entre los actores, la directora y los personajes, y parece que solo pueda disolverse con la ayuda del arte, sin olvidar que el arte se debe al misterio. Víctor Esquirol

NO CREAS QUE VOY A GRITAR (NE CROYEZ SURTOUT PAS QUE JE HURLE). Frank Beauvais. 75 minutos. Francia (2019). Sección Domestik (disponible el 28 de julio).

Ne croyez surtout pas que je hurle se presenta como un video-diario personal comprendido entre abril y octubre de 2016. Medio año aproximado en el que el mundo del autor, Frank Beauvais, pareció dirigirse hacia el mismísimo Apocalipsis. Instalado en Alsacia, Beauvais tuvo que enfrentarse a la ruptura con su pareja sentimental, a la inminente muerte de su padre, a un cambio de hogar forzoso y, por supuesto, a una Francia en estado de pánico tras los ataques terroristas perpetrados tanto en su capital como en Niza. En este periodo, todos los estímulos del exterior percutían violentamente en un interior ya de por sí atormentado. Un frente chocó contra otro y creó vientos huracanados que cristalizaron en 400 películas que se convirtieron en unidad de medida de tiempo y de estado emocional. 400 sesiones en las que Beauvais se protegió del dolor… y lo alimentó. Para capear el temporal, el hombre huyó a una velocidad aproximada de cuatro cintas al día, convirtiendo las pantallas de su televisor y ordenador en una ventana de escape que, al final, se confirmó como espejo. El cine como herramienta auto-fustigadora, como refugio y como prisión.

Como resultado de tanta destrucción, se creó una película… compuesta por otras películas. Ne croyez surtout… se construye a partir de micro-clips correspondientes a aquellas 400 experiencias fílmicas. Recordemos que el año pasado Guy Maddin, Evan Johnson y Galen Johnson estrenaron The Green Fog, video-collage de films ambientados en San Francisco cuya suma debía recordarnos la herencia imperecedera del Vértigo de Alfred Hitchcock. Aunque el título que guarda un mayor parentesco con Ne croyez surtout… sería Stand By for Tape Back-up, donde Ross Sutherland solapaba en una vieja cinta VHS grabaciones de El Príncipe de Bel-Air o Tiburón, entre otras muchas, resucitando recuerdos propios y desajustándolos para hablar de nuestros deformados modos vida. En el caso del film que nos ocupa, un título como El cielo os pertenece, de Jean Grémillon, sirve para despedir a una figura paterna despreciable, pero inevitablemente entrañable. Y aún faltan 399 películas. Con el tono abatido pero lúcido de Josh Fox y el sentido poético (entre humanista y misántropo) de Don Hertzfeldt, Beauvois da con un texto digno del Mariano Llinás más inspirado. Un aullido fílmico de formas literarias, plasmación de un drama personal que, en realidad, era depresión colectiva. Víctor Esquirol

HEIMAT IS A SPACE IN TIME (HEIMAT IST EIN RAUM AUS ZEIT). Thomas Heise. 218 minutos. Alemania, Austria (2019). Sección Memoria Histórica (ya disponible).

Estrenado en la sección Forum de la 69° edición del Festival de Venecia, este documental de 218 minutos atrapa y acompaña al espectador hasta mucho después de terminada la proyección. Heise reconstruye la historia de su familia, de sus últimas cuatro generaciones, acudiendo a documentos de su archivo personal (fotografías, cartas familiares, ensayos escolares, diarios íntimos). La cámara se posa en los documentos, los recorre con parsimonia mientras escuchamos la voz en off del propio director contando ese recorrido que va de Viena a Berlín (Este), pasando por Dresden. El avance del nazismo, los trenes, las muertes, la guerra y la división de Alemania: la historia de su familia es, también, la historia del país.

El nivel de detalle, la vida particular de cada uno de los integrantes de la familia, hace que por momentos nos perdamos en ese río; pero no nos ahogamos. Esa es parte de la propuesta, que, extensa y minuciosa, nunca se torna agotadora; hay algo de perderse en esa deriva que nos transporta física y sensorialmente en este viaje. Las ideas son tantas, los hallazgos tan conmovedores que es difícil escoger alguno. La constatación del estado actual de algunos sitios icónicos de la historia de Alemania y esa larga secuencia en la que la cámara sigue simple y lentamente el listado prolijamente llevado de los asesinatos perpetrados por el régimen nacional-socialista mientras Heise relata las experiencias de su familia son de esos momentos que se nos quedan pegados (no solo en la memoria); de esos que no se olvidan. Fernando E. Juan Lima

MESETA. Juan Palacios. 75 minutos. España (2019). Sección Controversia (disponible a partir del 29 de julio).

“Playas no tenemos, pero a veces cuando quedas en silencio, el ruido de la autovía se parece mucho a las olas del mar”. Un dedo alzado señalando a la nada, una mirada perdida, un silencio alargado en el tiempo que nos invita a escuchar, atentos, en busca de confirmación para esa absurda promesa. Poco a poco, las olas de motores van materializándose en nuestros oídos, en nuestras mentes, y esa imagen tan profundamente poética y paradójica se convierte en real. El protagonista de esta secuencia no es otro que uno de los envejecidos protagonistas de Meseta, segundo largometraje del cineasta Juan Palacios. Con un acercamiento esencialmente atmosférico, envolvente y matérico, el director vasco se planta con su cámara en medio de un pueblo de la meseta española que, aunque responde al nombre de Sitrama de Tera (en la castellana provincia de Zamora), podría funcionar perfectamente como testigo anónimo.

El panorama puede ser, por momentos, algo desolador: una naturaleza que invade, descontrolada, lo que antaño fueron campos ajetreados; unas casas que quedan permanentemente cerradas; los vecinos que persisten en sus rutinas, habituándose a los cambios inevitables. Palacios, al apuntar con el objetivo de su cámara en distintas direcciones, desentraña la esencia resistente de una forma de acercarse a la vida, al entorno y a los demás que decae cada vez más apresuradamente. Aquellos que se rebelan contra la despoblación de lo rural atesoran algunos hábitos ajenos a los tempos de las grandes ciudades. Ahí está la pausa –en forma de siesta a la sombra de un árbol o de lectura en voz alta de la Pronto–, la apacible monotonía –violentada por la significativa penetración de las nuevas tecnologías– y un cierto recogimiento –bañado de una soledad que se acrecienta cada vez que se cierra definitivamente una finca–. A su vez, una inconfundible llama interior reluce, digna y auténtica, cuando el cineasta cede espacio discursivo a sus retratados. “Éramos jóvenes y estábamos agotados”, se lamentan amargamente un matrimonio de 81 y 82 años mientras separan judías, para llegar a la conclusión de que ahora, libres de las abusivas ataduras y represiones políticas de su juventud, son más jóvenes que nunca.

Los personajes de Meseta son pura honestidad y transparencia, desde el pescadero ambulante que se pasea por las calles ofreciendo congrio hasta las dos niñas (las únicas que transitan ese espacio) que recorren los caminos que circundan el pueblo en una infructuosa busca de Pokémons, pasando por un enérgico lavado de ropa en el río o las trepidantes incursiones románticas de uno de los vecinos en Facebook. Una llaneza que no merma la ineludible carga mística del retrato coral, donde la contemplación prevalece. En Meseta, Palacios se dedica a descubrir la esencia de un pedazo de España, tanteando las diferentes facetas que la conforman para, con ese halo preservado por una cuidada y naturalista fotografía y su envolvente diseño sonoro, alzar un altar a ras de suelo en homenaje a lo que fue y a lo que permanece. Júlia Gaitano