Página web del D’A – Festival internacional de cinema d’autor de Barcelona.

JÚLIA IST. Elena Martín. España (2017). Con Elena Martín, Oriol Puig, Laura Weissmahr, Jakob Daprile, Carla Linares.

Pese a la aparente comunión entre las figuras de la autora y la protagonista de Júlia Ist (ambas tienen las facciones de Elena Martín), lo que más llama la atención de esta sólida ópera prima es el contraste, o la distancia, entre la creadora y su criatura. Pasiva y dubitativa, Júlia (el personaje) observa su vida como una espectadora distante, hasta que poco a poco va tomando las riendas de sus circunstancias, definiendo sus verdaderos anhelos y posibilidades durante un semestre de estudios en Berlín. Por su parte, segura e infalible, Elena Martín (la directora, coguionista y protagonista del film) demuestra un precoz dominio de todas las facetas de su trabajo: sorprende la claridad con la que gestiona los tempos, los cambios de registro –de un meditativo plano fijo kiarostámico a una temblorosa cámara en mano, todo ello en la primera escena de la película, en el interior de un coche–, las violentas elipsis, los medidos encuadres –que encierran a la protagonista en una suerte de claustrofobia personal–, y sobre todo la propia presencia escénica. Un compendio de cualidades que hace pensar en el trabajo de autores totales (y narcisistas) como Vincent Gallo o Lena Dunham, aunque en términos formales el trabajo de Martín parece más conectado al naturalismo sensible e intimista de Mia Hansen-Løve –como demuestra la fuga del baño purificador, que parece sustraída literalmente de Un amour de jeunesse– y a la sensibilidad pop de Sofia Coppola, con ese compendio de música urbana que decora la senda berlinesa de la protagonista.

Resulta tentador imaginar Júlia Ist como una secuela conceptual de Les amigues de l’Àgata (protagonizada por Martín pero dirigida por Laura Rius, Alba Cros, Marta Verheyen y Laia Alabart): de la entrada a la universidad a su salida, siempre guiados por el rostro próximo y seductor de Martín. Sin embargo, ambas películas presentan diferencias notables. Les amigues… vibraba como una obra lúdica y volátil, una hang out movie contaminada por un entusiasmo autobiográfico y por unos personajes abiertos de par en par. Por su parte, Júlia Ist propone un melancólico y controlado tratado psicológico sobre la superación de una crisis de identidad (incluido un insustancial drama de relación-a-distancia y un arrebatado escarceo sexual berlinés). Ambas películas se acercan al modo sutil, a veces imperceptible, en el que se producen los grandes temblores vitales y existenciales: Les amigues… lo hacía desde lo tentativo, Júlia Ist desde lo conclusivo. Reconforta imaginar el orgullo que debe sentirse al realizar una ópera prima tan robusta (Hansen-Løve tardó tres películas en alcanzar ese tipo de madurez). Da vértigo pensar en el reto que supone, para una joven directora, afrontar un deseable futuro de descubrimientos después de conquistar esta pronta certidumbre. Manu Yáñez

CONVERSO. David Arratibel. 61 minutos. España (2017). Con Raúl del Toro, María Arratibel, Pilar Aranburo, Paula Tellechea.

La segunda película del cineasta pamplonés David Arratibel, tras su primer trabajo, Oírse (presentado en la sección Zabaltegi del Festival de San Sebastián en 2013), continua la linea de cine personal iniciada con aquella primera película, que partía de su propia experiencia como enfermo de acúfeno para adentrarse en las vidas de otros que, como él, sufrían también la presencia de ese sonido constante en su propio oído, una barrera entre el mundo y lo más íntimo, una presencia invisible pero siempre presente. En este caso, Converso imprime su sello personal de forma indirecta, y algo juguetona, o incluso irónica, desde su título, que juega con el posible doble sentido de la película, introduciendo una duda sobre la condición del propio director de creyente, o no, en la fe católica. Una incertidumbre que planeará a lo largo de todo el metraje. Porque, siguiendo esa línea de exploración de lo invisible, Converso es una película sobre algo tan complicado de retratar, e incluso de entender de forma racional, como la fe, y el proceso de conversión a la religión.

Arratibel utiliza el dispositivo cinematográfico casi como una excusa, al menos inicialmente, para enfrentar una realidad que, en su vida cotidiana, había tratado de esquivar durante años: la conversión al catolicismo de varios miembros de su familia. Su madre, sus dos hermanas, y su cuñado pasaron del ateísmo, el agnosticismo, incluso la militancia comunista a una fe arrebatada y capaz de transformar sus vidas de forma radical. El converso del título no hace solamente referencia a la posible conversión del director, que nunca se aclarará (no es ese el objetivo de la película), sino también al ejercicio sobre el que se sostiene todo el film: la conversación, el gesto de conversar, de enfrentar a través del dialogo el misterio de la conversión de sus familiares, como proceso para entender y aceptar el cambio vivido en el seno del grupo. Converso se estructura así como una serie de conversaciones y encuentros a través de los que su familia explica su proceso, su cambio radical. Unas conversaciones que, además, van recomponiendo los puentes que la conversión había roto en la familia. Converso se aparece así no solo como una película sobre el Misterio, en mayúsculas, sino sobre todo como una película acerca de la palabra como aquello que da sentido y ordena la vida. En el fondo, estamos ante una película sobre la ausencia de un padre, que cada miembro de la familia tratará de rellenar de una forma distinta: unos con la palabra de Dios, otros, como el cineasta, con la palabra filmada. Gonzalo de Pedro Amatria

LOS MUTANTES. Gabriel Azorín. 62 minutos. España (2016).

Miembro del colectivo cinematográfico Lacasinegra, Gabriel Azorín recibió hace más de un año un singular encargo por parte de la ECAM (Escuela de Cinematografía y del Audiovisual de la Comunidad de Madrid), donde él mismo estudió: realizar una película sobre, a propósito o con la excusa del veinte aniversario de la escuela. Un encargo libre, sin ánimo publicitario, que Azorín podía abordar como quisiera, con libertad y sin cortapisas. El resultado, Los mutantes, es un singular trabajo de raíz observacional, que roza por momentos lo fantástico, sobre el propio trabajo cinematográfico, una suerte de reflexión sobre los procesos que conlleva cualquier rodaje, y sobre todo, acerca de la transmisión del conocimiento y el estudio del arte de las imágenes. Rodada con un pequeño equipo digital a lo largo de todo un curso académico, la película opta por una economía formal y narrativa a la hora de retratar el trabajo, intelectual pero también físico, inscrito en el proceso de transmisión, pensamiento, aprendizaje y discusión que supone la base del día a día en cualquier lugar de enseñanza.

La película, que no hace referencia explícita a la propia ECAM, y que sin embargo documenta al mismo tiempo un momento de cambio y evolución en la propia escuela, aborda la dificultad y el misterio de la enseñanza: ¿se puede enseñar a hacer cine?, parece preguntarse la película. Y sobre todo: ¿se puede filmar el proceso de aprendizaje, se puede filmar la transmisión del conocimiento, la maduración, la toma de conciencia? Dividida en cuatro actos, cada uno de ellos retrata, de forma muy distinta a los demás, un momento muy concreto del espacio y el tiempo en la vida en la escuela: la entrevista durante el proceso de selección –contada en breves líneas de diálogo escrito sobre un fondo blanco–, la limpieza de un escenario tras un rodaje, la discusión posterior al visionado de los trabajos de un grupo de alumnos, y el proceso de puesta en escena de un plano en un rodaje. Cuatro momentos que dibujan un proceso de maduración, de mutación, al decir del título, inherente a cualquier proceso de conocimiento. Un proceso colectivo de toma de conciencia, crecimiento y cambio, que Azorín y su reducido equipo observan con la fascinación de quien ha pasado también por ese proceso. O mejor: con la humildad de quien sabe que todo rodaje es siempre una mutación, y que el proceso de aprendizaje es algo que no termina nunca. Gonzalo de Pedro Amatria

VIDA VAQUERA. Ramón Lluis Bande. 118 minutos. España (2016).

Vida vaquera se abre con una serie de fotografías antiguas. Vemos campesinos. Vacas. Campo. Todo en blanco y negro. Entre cada una de las fotos, se intercala un fragmento de Jovellanos de finales del siglo XVIII, en torno a la vida de los vaqueros. Este arranque funciona a modo de prólogo de una película que consta de otros tres episodios: el trabajo de los vaqueros con el ganado, en lo alto de las montañas asturianas, cuando el verano permite vivir allí arriba; la bajada, para resguardarse del frío; y, finalmente, un epílogo, en el que una mujer cuenta cómo era la vida de los vaqueros antes, cuando no tenían camiones para el traslado, cuando viajaban con mulas y sin grandes pertenencias. Así, el grueso de la película es un balanceo entre dos tiempos, el retrato de unos vaqueros que, en cierta manera, siguen siendo figuras del pasado, pero que revelan a su vez los progresos de la vida campesina.

Las películas de Bande funcionan en dos niveles. Primero, en el de una puesta en escena que refuerza el tempo real, que reafirma la apuesta por un discurso que nace de la observación. Segundo, en un plano intelectual. De carácter eminentemente antropológico, Vida vaquera no es tan distinta al díptico de Bande en torno a los fugaos de la Guerra Civil Española, formado por Equí y n’otru tiempu y El nome de los árboles, donde el cineasta asturiano ahondaba en los huecos y la fragilidad de la memoria histórica. Es decir, que en Vida vaquera, tras la contemplación, llega la tesis, que aquí tiene que ver con el tiempo, con una serie de costumbres que existieron y que ahora son una excepción. De nuevo, y como en sus anteriores películas, Bande elabora un discurso en torno a la memoria: preserva a través del cine algo que hunde su ancla en el pasado y que está a punto de desaparecer. Amante del plano fijo, Bande planta la cámara ante el nacimiento asistido de un ternero, ante una mujer que da un biberón a la cría de la vaca, ante un hombre que distribuye el pasto para el ganado. Ese es un tiempo esencialmente pasado, que ya no es nuestro, en el que cada acción se alarga, sin interrupciones, sin el desbarajuste que a veces provoca la tecnología y el ajetreo de la vida moderna. Violeta Kovacsics

EL ÚLTIMO VERANO. Leire Apellaniz. 93 minutos. España (2016). Con Miguel Ángel Rodríguez.

¿Puede una película ser al mismo tiempo elegíaca y vitalista? De esa aparente paradoja surge la magia de El último verano, ópera prima con la que la cineasta y productora vasca Leire Apellaniz se coló en las programaciones del BAFICI (Buenos Aires), Karlovy Vary o la SEMINCI. Un equilibrio entre vivacidad (cinematográfica) y nostalgia (cinéfila) que se explica gracias a la colisión de dos fuerzas de envergadura. Por una parte, un gran tema: la desaparición de la proyección en celuloide a manos de la avalancha digital orquestada por las majors de Hollywood. Por otra parte, un personaje monumental: Miguel Ángel Rodríguez, héroe anónimo, durante décadas, de muchos cines de verano de Madrid y Andalucía. Una suerte de llanero solitario que transita por los márgenes de la sociedad sobrado de compromiso cinéfilo y espíritu libertario. Sobre estos dos pilares se construye un magnético documental observacional (con apuntes ficcionales) que tiene alma de western crepuscular o de road movie peninsular. Dignificando a un hombre y su profesión –el último pequeño empresario de los cines de verano–, El último verano transmite el virus de la nostalgia mientras inocula al espectador con un antídoto de optimismo y fe en el futuro del cine (digital). Manu Yáñez (entrevista con Leire Apellaniz).