La proyección en el Festival de Cannes de 2015 del largometraje El hijo de Saúl, ópera prima del director húngaro László Nemes, reabrió el clásico debate ético-estético sobre la posibilidad de representar el horror del Holocausto a través de la imagen. La controversia, que trasciende los límites del cine, perdura desde hace décadas y confronta a dos posturas antagónicas. Por un lado, los valedores de las tesis más dogmáticas consideran la imagen como un elemento que falsea y trivializa aquello que es inimaginable (la barbarie del genocidio y los campos de exterminio) y que debido a esa condición es, por tanto, irrepresentable. El principal adalid de este planteamiento fue el cineasta Claude Lanzmann, cuya filmografía está estrictamente guiada por esta máxima que cristalizó en su película Shoah (1985), vertebrada en más de nueve horas de testimonios orales de víctimas y verdugos, sin recurrir a documentos de archivo. En el otro bando, se encuentran los defensores de la imagen como un elemento necesario, a pesar de su carácter fragmentario, para ayudar a imaginar “lo inimaginable”, con el filósofo y teórico francés Georges Didi-Huberman, autor del ensayo Imágenes pese a todo, como máximo representante. El hijo de Saúl, además de obtener el Gran Premio del Jurado en Cannes y el Óscar a mejor película de habla no inglesa, logró un hito mayor: cosechó halagos a ambos lados de la contienda pues tanto Lanzmann como Didi-Huberman expresaron su admiración por la obra de Nemes.

Cincuenta años antes, también en Cannes, se presentó una pequeña joya del cine polaco, La pasajera (1963), sobre la cual apenas se ha centrado el foco de la representabilidad de la Shoah que quedó acaparado por el polémico travelling de Kapò (1960) y la modernidad de la inconmensurable Noche y Niebla (1956) –en la cual Alain Resnais impugna las tesis de Lanzmann, incluyendo material de archivo de la barbarie para crear un inolvidable poema visual sobre las huellas de la memoria colectiva en los espacios del horror–. La pasajera, adaptación de la novela homónima de Zofia Posmysz, está hermanada con la obra de Resnais por su interés en la deconstrucción de la memoria y por la idea de que la inconsistencia de los recuerdos puede devenir la semilla para una reinterpretación de los mismos.

La película, de escasos sesenta minutos de duración, está protagonizada por Liza (Aleksandra Slaska) –antigua colaboradora de las SS en Auschwitz como supervisora de los objetos personales requisados a los prisioneros–, cuyo regreso a Europa por primera vez, a bordo de un crucero, queda perturbado al creer reconocer entre el pasaje a Marta (Anna Ciepielewska), prisionera polaca a su cargo en el campo de exterminio. El (posible) reencuentro provoca la evocación del pasado de Liza, haciendo aflorar de su inconsciente un sentimiento oculto de culpa que se materializa en una doble narración, de versiones contradictorias, sobre lo acontecido años atrás. El film, un certero examen de conciencia social, reivindica la relevancia de la memoria sobre el genocidio empleando a su protagonista como alegoría de la condición humana. Liza es capaz de usar los mecanismos necesarios para autojustificarse incluso ante las conductas más monstruosas y rehuir de su responsabilidad como si fuera una pasajera más, ajena a su colaboración en la mayor maquinaria de deshumanización de la historia. El núcleo temático de las escenas en Auschwitz es, precisamente, el proceso de tortura psicológica y manipulación mediante el cual Liza pretende doblegar la voluntad de Marta hasta anular su integridad y someterla hasta poseerla como si fuera un objeto más del barracón que custodia.

La complejidad narrativa del film se amplifica debido al carácter poliédrico de su estructura ya que, superpuesta a la duplicidad de versiones de la narración de Liza, se incorpora una segunda voz off de un narrador extradiegético para agregar una reflexión metacinematográfica. La muerte del director de la cinta, Andrzej Munk, en un accidente de coche durante el rodaje es incorporada al relato para, además de justificar el carácter incompleto de la obra, hacer explosionar su propia estructura. Si la deconstrucción de la memoria forma parte del discurso del film, la hibridación de formatos y “voces” unifica el fondo y la forma mediante la fragmentación del relato. La pasajera, en su montaje final –supervisado por el cineasta Witold Lesiewicz y un equipo de colegas de Munk–, combina diferentes materiales, alternando las escenas de ficción en Auswitch, rodadas en 35 mm, con insertos de fotografías del rodaje (de las secuencias que quedaron incompletas) e instantáneas del propio Munk. Sobre estas imágenes fijas, el narrador informa, a modo de análisis metacinematográfico, del propósito de los responsables de completar el film, subrayando y elogiando el carácter abierto e inconcluso de la película (en clara resonancia con el relato de Liza, también plagado de lagunas e incertidumbres).

La narración mediante fotografías remite irremediablemente a La Jetée (1962) de Chris Marker –estrenada un año antes– con la que La pasajera comparte un interés por la memoria y las imágenes, a pesar de que en el film polaco existe una pulsión mayor por rastrear entre los márgenes del encuadre, tratando de explorar el dinamismo de cada gesto, como si se pretendiera revelar una verdad oculta con cada zoom. El empleo de imágenes fijas para cualquier suceso posterior a Auschwitz provoca tal brecha entre la ficción cinemática y la realidad estática que, más allá de un brillante recurso narrativo o formal, esta colisión estética debe ser vista como una opción ética que plantea dudas sobre cómo filmar o narrar después del Holocausto, en la línea de las restricciones autoimpuestas por Nemes acerca de la subjetividad del punto de vista y la limitación de la profundidad de campo en El hijo de Saúl. En La pasajera la solución pasa por ubicar la realidad tras el Holocausto en una dimensión ajena, donde solo existe el reflejo de los rostros y los cuerpos petrificados en las fotografías. El cine, igual que el narrador en los instantes finales, no parece creer que el reencuentro con el horror del pasado vaya a ser algo transitorio y manifiesta una disposición a seguir preguntándose por cómo representarlo.