Samuel Alarcón y Manu Yáñez

Podemos argumentar que, en conjunto, lo imperfecto y lo áspero es utilizado por muchos de los cineastas en favor de lo honesto, de lo auténtico. Parece que la afirmación fuera como no decir nada, tratándose de documental. Lo cierto es que no nos referimos ya a la estética, sino a la narrativa, a la estructura y a los recursos generales de esta sección de cortometrajes nacionales de DocumentaMadrid 2017. Su conjunto retrata, entre otras cosas, lo áspero e imperfecto de sus procesos, en ejercicios autorreferenciales que se incrustan en las películas, no como propuesta, sino como vómito. Eso convierte a una parte de estos microrelatos en piezas únicas, en experiencias individuales íntimas que trascienden hacia lo colectivo por superar la convención de lo real.

Cabeza de Orquídea, es un trabajo colectivo de Violeta Blasco, Germán López, Carlotta Napolitano, Angélica Sánchez y Claudia Zegarra. El Master de Documental Creativo de la UAB amparó trabajos colectivos dignos de mención en los últimos años, como por ejemplo Campanya. Con este espíritu de conjunto las autoras de Cabeza de orquídea, realizan la difícil labor de dirigir a una de las directoras al otro lado de la lente, mientras que ésta debe dar la cara por todas. Todo al servicio de reivindicar un tema tabú al que conviene dar voz: los traumas sexuales. Desde la intimidad de la experiencia propia, con las contradicciones de una estructura amorfa y una estética espontánea (igual que el despertar de la sexualidad), Cabeza de orquídea pone el foco en lo que, por desgracia, ni el cine oficial, ni la enseñanza, ni en muchos casos las familias aciertan a tratar.

Ese mismo valor destaca en Dies de Festa de Clara Martínez. Un cortometraje que, en su camino, vira para absorber el proceso de una manera conmovedora, al menos en apariencia. De nuevo, como en Cabeza de Orquídea, encontramos un juego de espejos. La directora se interpreta representando lo que hace años le ocupa los veranos en Sitges: trabajar como estatua viviente. Clara representa a una Mary Poppins inerte. Un icono de infancia que vaga de hogar en hogar haciendo magia para arreglar asuntos familiares. A medida que avanza la película descubrimos cómo tras la idea del retorno al hogar, no encaja que la autora deba vivir en una pensión mientras sus familiares están en la misma ciudad. El triste tema de los conflictos entre hermanos aflora y Clara nos muestra su tránsito desde la inocencia de la niña que quiere ser Mary Poppins hasta la madurez de comprender cómo envejeciendo nos hacemos también peores.

Por su parte Luis Macías presenta 25 cines/seg, un cortometraje que nace como tal por accidente. El proyecto original debía ser un largo que hablara de salas de cine abandonadas y llamarse 24 cines/seg. A pesar de haber conseguido una ayuda a la producción, las condiciones contractuales entre cineasta y productora crearon un conflicto que terminó con la idea original. Esta película bastarda, y por ello especial, suma a la voluntad romántica del proyecto original una denuncia de la desprotección que padecen los cineastas ante las productoras cuando existen disparidades. Imágenes de cines en condiciones ruinosas o directamente en demolición se imantan con las palabras de un contrato abusivo que claramente deja las motivaciones artísticas de lado para blindar intereses empresariales de las productoras. Seguramente dilatada en exceso por su concepción como largometraje, la narración y el ritmo de 25 cines/seg están más al servicio de la denuncia que de la redondez de la película. Pero cuando un artista sufre un agravio así, ¿hay decisión acertada diferente de la visceralidad?

El cortometraje documental español explora también otros países buscando nuevos terrenos que dan como resultado obras trasnacionales que aportan nuevas miradas a las locales. Una de las funciones naturales del cine documental fue dar la palabra a aquellos a quienes falta un altavoz para amplificar su vivencia y su pensamiento.

Sub Terrae de Nayra Sanz Fuentes explora, en esta línea, un lugar no definido. Un trabajo, tan conciso que ni siquiera admite sinopsis. Flotamos entre calles cargadas de nichos en un cementerio, en el que los cuervos parecieran acechar a unos cadáveres muertos desde hace años, como si no hubiera resurrección de la carne posible.

Tigger! de Iban del Campo, abre la puerta del camerino de un artista de burlesque que reivindica su profesión como un acto de necesaria desinhibición. Desde el submundo neoyorkino de este artista nos adentramos en este ámbito laboral, en el significado de sus actos, y en la conciencia de función social que los strippers manejan. Quizá porque su autor siente que la calidad del video no es suficiente para el retrato, crea un efecto de parpadeo cinematográfico en los créditos, a pesar de que las imágenes de video crudo de Tigger! transmiten la espontaneidad de estos momentos y la marginalidad de estos ambientes.

Àlex Lora y Adán Aliaga son dos cineastas emigrados a Nueva York hace años, donde se han empapado de la efervescencia creativa de la ciudad, aunque ésta vaya más sujeta a los flujos del neoliberalismo que a los de la cultura. Sin embargo, con sus respectivos proyectos de ficción en desarrollo (CONpartidos de Lora y Jolene de Aliaga), ninguno renuncia a plantar la cámara en los puntos ciegos de la economía financiera de la metrópoli, para revelar toda su ternura. En The Fourth Kingdom (El Cuarto Reino), un ejercicio complementario al que Verena Paravel y J. P. Sniadecki realizaron en un centro de reciclaje de Queens con Foreing Parts (2010), Lora y Aliaga, asumen a los pobladores del basurero que ruedan como un reciclaje social necesario para la convivencia en la ciudad. Con un montaje frenético que acentúa el humor, la multiculturalidad del lugar, resignifica el valor de los objetos de los que estas gentes viven.

Por último, las nociones de aspereza y autoconciencia vuelven a emerger con fuerza en No hablo rumano de Rocío Montaño, un diario de viaje que combina una cierta estética observacional con la crónica íntima. En el inicio, unos intertítulos en primera persona anuncian la realización de un proyecto itinerante, por tierras rumanas, sobre las raíces gitanas de “mi amigo Bodgan (Budai)”, a quien la directora conoce “desde hace sólo cuatro días”. El film encuentra su cadencia poética en el ensamblaje de los paisajes en movimiento y las figuras humanas estáticas. Montaño consigue plantear una sugerente reflexión sobre la otredad: la barrera idiomática y cultural toma forma en unas imágenes cuya belleza se encuentra liberada de todo exotismo (un poco a la manera del cine de Lluís Escartín). A partir de un determinado momento, la película deriva hacia el ensimismamiento, cuando surgen las tensiones entre la directora (Montaño) y el objeto del retrato (Budai), y la confianza se desmorona. Golpeada por el azar, la película termina afincada en torno a la idea del proyecto truncado, una de las figuras centrales del cine de la modernidad.