Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

A lo largo de la última década, el cine español ha tenido una cosecha abundante de títulos que podríamos enmarcar bajo la etiqueta de la “película de verano en el pueblo”, una suerte de género en sí mismo. Ojos negros de Marta Lallana, Ivet Castelo, Iván Alarcón y Sandra García, La vida sense la Sara Amat de Laura Jou, Les Perseides de Alberto Dexeus y Ànnia Gabarró, Libertad de Clara Roquet, La inocencia de Lucía Alemany, algunos tramos de Las niñas de Pilar Palomero y, por supuesto, Estiu 1993 de Carla Simón. Films bañados por un intenso calor veraniego y por el sudor de los juegos infantiles; narraciones marcadas por una pulsión observacional y una dilatación temporal; obras propulsadas por el deseo de mimetizarse con la mirada de las jóvenes protagonistas. A nivel temático, estas obras han tendido a focalizarse en la pérdida de un ser querido, en el primer enamoramiento, en el abandono de la niñez (en un contexto de educación y culpabilidad cristiana) y en las brechas de clase, cruciales en la construcción de relaciones de amistad inevitablemente marcadas por el sentido de propiedad.

Todo lo planteado en el párrafo anterior se cumple en Alcarrás, el nuevo trabajo de Carla Simón, figura clave en la eclosión de esta corriente de cine veraniego-campestre. El film nos sitúa en la población del título, un núcleo rural cercano a Lleida, la capital de la provincia. La película se abre con una serie de planos generales de caminos de tierra y cultivos. Tomas iluminadas y sonorizadas de forma natural, calentadas suavemente por la luz solar anaranjada, pero también refrescadas por un viento que mece suavemente una vegetación domesticada. El paisaje transmite paz, equilibrio; sin embargo, existe una corriente subterránea de desazón. Una niña juega con sus dos primos. Ninguno supera los diez años de edad y se relacionan con el mundo a través del ruidoso éxtasis que generan los descubrimientos cotidianos. Los tres encuentran un coche abandonado en medio del campo, tan viejo que en su cristal trasero casi se han desteñido unas pegatinas que nos recuerdan los Tazos coleccionables que monopolizaron los recreos españoles allá por los años 90. Por la gracia de la imaginación, este vehículo destartalado se ha convertido en una magnífica nave espacial que surca los confines del universo. La cámara de Simón se contagia de la energía cinética de los pequeños y se debate entre mirar y participar en el juego… hasta que un desagradable estruendo ahoga las voces de los intrépidos cosmonautas. Una grúa entra en escena, agarra el coche y lo hace “volar” para despejar un terreno que muy pronto será ocupado por paneles solares. He ahí la muerte del medio rural, el tránsito del cultivo al almacenamiento de luz solar. Es la eterna batalla del ayer contra el hoy, ¿pero hasta qué punto se podrá prorrogar lo improrrogable?

Alcarràs fija un marco “macro” pero trabaja desde lo “micro”. Tras dos horas de metraje, se puede hacer recuento y llegar a la conclusión de que los planos paisajísticos de apertura son seguramente los únicos momentos vaciados de presencias humanas. Son los miembros de la familia Solé, tres generaciones de un árbol genealógico que ha echado raíces en una finca que, en principio, no les pertenece. El campo donde trabajan fue una cesión que una familia adinerada concedió al abuelo, en tiempos de la Guerra Civil. Un “contrato de palabra” que está a punto de ser llevado por el viento. Queda solo una cosecha, una más, la última antes de que el mundo imponga su lógica aplastante: “Trabajar menos, ganar más”. Dulces promesas traídas por nuevos modelos económicos y energéticos; a lo mejor, la única salida digna para la ecuación irresoluble en la que se ha convertido la agricultura en determinados territorios. Pero claro, la salvación es también el fin. Simón se asienta en mecanismos reconocibles de ese cine de “veranos en el pueblo”, pero contraviene algunos de sus principales mandamientos. La cámara ya no está de paso, sino que se instala en dicho ecosistema y allí salta constantemente de un punto de vista al otro.

Empieza la campaña de recogida de melocotones y la familia Solé, junto a un grupo de temporeros, se pone manos a la obra. Simón sigue con atención detallista cada uno de los pequeños procesos que marcan este gran ritual de la tierra, incidiendo en la dureza del trabajo en el campo, pero también recreándose en los momentos de pausa. Por su parte, los niños siguen a lo suyo, trasteando entre los árboles o cayendo hipnotizados por el cuento que narra una tía-abuela. Esta suerte de arca memorística del pueblo recuerda a la gente que se fue y a la que todavía está ahí. La cámara sigue moviéndose, contemplando cestas rebosantes de frutos y manos perdiéndose entre las hojas, como si estuviésemos en la primera mitad de Lazzaro feliz de Alice Rohrwacher –el recuerdo de El país de las maravillas también se manifiesta en el retrato que plantea Simón de un universo en extinción–. El montaje de sonido, lógicamente naturalista, modula la intensidad de la voz de la “tieta”, que nos lleva hasta los ojos del “avi”, que vuelve a contar una historia conocida, pero no por ello menos gozada por su nieta. Alcarràs se postula como esa batallita, ese olor, ese sabor, esa sensación ya experimentada, pero nunca agotada, eternamente habitable. El trasvase intergeneracional se revela así como un torrente de estímulos filo-proustianos: las brasas para cocinar “cargols”, las tardes somnolientas ante la tele, los labios del padre, deformándose para beber vino de un porrón, ¡formidable espectáculo!

En Alcarràs se celebra la memoria, pero se huye de la melancolía. Una canción popular, cantada con un catalán difícilmente comprensible para los de ciudad, deja paso a una versión del Ton pare no té nas, interpretada por un coro episcopal. Después, el sonido infernal de las grallas entona aquel mítico tema de la Companyia Elèctrica Dharma, y luego vemos a unas chicas ensayando una coreografía reguetonera hasta que cae la noche y el ska-dels-Països-Catalans suena con fuerza en la plaza del pueblo. La madrugada se remata con los atronadores golpes de fondo de greatest hits del techno. Los ritmos y la lírica de la vida evocada mediante música diegética y actores no profesionales. Gente “de verdad”, lo dice su cara y su manera de hablar, como ocurría en el cine de Pier Paolo Pasolini. Aquel de ahí no es Sergi López, sino Jordi Pujol Dolcet, que no queda claro si está interpretando el rol del paterfamilias, o si se limita a continuar en el rodaje con la vida que lleva fuera de él. Alcarràs es una ficción, no hay duda, pero casi siempre se mueve como un documental de Franco Piavoli, el maestro de la arcadia rural. Cada escena parece construida a partir de una clara premisa que luego se desarrolla con la misma libertad de la que hacían gala aquellos niños-astronautas.

Carla Simón y la sublimación de la mirada omnipresente, pero para nada omnipotente. Está en todos sitios, pero igualmente se le pierden conversaciones importantes: su actitud, reticente al intervencionismo, alumbra una película se deja desbordar por la vida que la circunda. La altura de la cámara la marcan los personajes y sus circunstancias. Del mismo modo, el guion firmado junto a Arnau Vilaró se afianza en el convencimiento de que nada es definitivo, de que hagamos lo que hagamos, la vida sigue. Por eso ningún personaje es juzgado de forma tajante, definitiva o maniquea. Todos cuentan, esto sí, con su cariño. No es una mirada naïf y, desde luego, tampoco fatalista; es un humanismo que reconforta, sustentado en el amor familiar. El paraíso es esto.