Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Esta historia arranca en agosto de 1928, en una playa donde un grupo variopinto de jóvenes y no-tan-jóvenes celebra una reunión de su club de lectura. El libro a comentar lo ha escrito Karl Marx, y es evidentemente El capital, un texto revolucionario cuyos postulados están calando en una Europa que se replantea las reglas del juego. Uno de los participantes en esta apasionada tertulia literaria quiere debatir con sus compañeros un pasaje que le perturba, el que se refiere a los grandes capitalistas como unos vampiros que, evidentemente, chupan la sangre de sus víctimas. ¿Se trata de una metáfora o es una advertencia sobre unas criaturas reales? Con la pregunta en el aire, un elemento inesperado entra en el cuadro, rompiendo la escena y la lógica temporal. Un buque de carga inmenso que lleva encima una montaña de contenedores en los que puede leerse la palabra “MAERSK”, nombre del conglomerado danés de transporte de mercancías, fundado precisamente el mismo año en que transcurre esta película. Conviene recordarlo: estamos en 1928, aunque incontables detalles en escena apunten lo contrario.

Ahora estamos en casa de Octavia, una poderosa burguesa que tiene a bien recibir a su nuevo invitado con un refresco: una inconfundible lata roja de Coca-Cola puesta delante de nuestros morros con la falta de sutileza del productor que, sin preocuparse por la ambientación, ve en el product placement esa vía para cuadrar las cuentas. No hay sutilezas que valgan, mucho menos nimiedades como los errores de raccord. El encuentro entre Octavia y su huésped está narrado con la combinación de dos planos tomados evidentemente desde ángulos distintos de la sala, y aun así, el logo corporativo de la dichosa lata está siempre orientado hacia nosotros. La grosería del anacronismo combinada con el carácter invasivo del marketing: pura perversidad capitalista. Pero a todo esto, ¿quién es el misterioso invitado de Octavia? Es un ser extraño que ha aparecido de la nada (de detrás de un árbol, para ser exactos), y sus ojos, de un “azul helado”, transmiten paradójicamente un calor humano casi embriagador. El hombre, que responde al nombre y título de Barón Kobersky, está interpretado por Alexandre Koberidze, director, guionista y montador de una de las grandes revelaciones de la temporada: ¿Qué vemos cuando miramos al cielo?.

Así, en Bloodsuckers, la autoría recae tanto en su realizador, Julian Radlamer, como en su actor (con aura de director), Koberidze, cuyo magnetismo aviva esta “comedia marxista vampiresca”, llevándola, mediante su expresión facial impenetrable, hacia un territorio delirante, limítrofe entre la utopía y la distopía. Una toma cercana de Koberidze, que interpreta a un hombre de porte impertérrito abocado a la obstinación y la resignación, despierta el recuerdo de la mirada con la que Buster Keaton aguantaba el chaparrón. En ocasiones, parece que Koberizde estuviese allí solo por hacerle un favor a su amigo Radlamer; quiere echarle una mano… aunque esto implique desangrarse. Resulta que el Barón Kobersky es un fugado de la Unión Soviética, pues el maestro Sergei Eisenstein lo eligió como versión cinematográfica de León Trotski… poco antes de que Iósif Stalin persiguiera cruelmente cualquier símbolo o representación del que ya consideraba como un rival del que no podía quedar rastro alguno.

Es dramático y es cómico al mismo tiempo, ahí está el encanto. Ahí está también el principal activo cinematográfico de Bloodsuckers: la presencia de un actor que encarna a la perfección el espíritu de comedia triste que embriaga el film en sus primeros actos. La película reduce el comunismo a la categoría de chiste absurdo (el apellido de la tal Olga es “Flambo-Janssen”) y no teme subrayar las pautas clasistas y racistas que marcaron su devenir. Por el camino, Bloodsuckers sigue vampirizando a Koberidze: cuando empieza el tercer y último acto, el pobre está al límite de sus energías. Hacer una película, ha declarado Radlmaier, es hacer muchas tonterías: usar estacas para matar sandías, reclutar a una horda de caracoles para burlarse de ciertos principios éticos aplicados a los hábitos alimentarios, invocar fantasmas para ilustrar los caprichosos designios de la “mano invisible” del mercado… dejar claro que esta guerra es entre gente de sangre azul y gente de sangre roja. Koberidze ya no puede más. Lo dice su cara, y su mirada, y su tono a la hora de emplear una voz que ya ni encuentra las palabras, pues no es más que el reflejo de la impotencia. No hay dinero en el mundo que pague esto.

A estas reveladoras alturas, la película deviene pura anemia. Porque así lo quiere Radlmaier, porque así lo expresa Koberidze. Ya no queda sangre en las venas; ni una gota de ese maná que alimenta el sistema, y claro, el cuerpo desfallece, la cabeza se va. En este mareo premortecino, Bloodsuckers encuentra también las últimas ráfagas de una inspiración que ya actúa con la desinhibición de saber que el porvenir, como se ha dicho, está perdido. Solo queda la alegría del caos (en el uso del lenguaje cinematográfico, en la escritura y, por supuesto, en el trabajo actoral); el nihilismo como último refugio ante una lógica (política, económica) cruel, perversa, inhumana. Palabra de Marx, de Karl.