Víctor Esquirol (Festival de Locarno)
Lara emerge del subsuelo a la bulliciosa superficie de Barcelona. Lo hace con una expresión en su rostro a medio camino entre la alegría, la curiosidad y el temor de quien se reencuentra con un lugar que en algún momento fue suyo. Lara monta las escaleras mecánicas que conectan la parada de “ferrocarrils” de Avinguda Tibidabo con la Plaza Kennedy, y la cámara decide seguirla, en travelling ascendente, hasta dar con uno de los elementos arquitectónicos distintivos de la zona alta de la ciudad condal: la Torre Andreu, también conocida como La Rotonda, un edificio modernista coronado por un templete-mirador en el que ocho columnas sostienen una aguja que rasga el cielo.
Minutos después, ya instalados en el núcleo del relato, se repite el movimiento ascendente, ahora para ver cómo se eleva uno de los castillos humanos que dan título al nuevo cortometraje de Blanca Camell Galí. Entre estas dos ascensiones, hallamos lo que realmente importa… y que podría pasar desapercibido: una caña, una copa de vino de la casa, una insinuación subida de tono, una metáfora romántica y alelada, las primeras luces matutinas después de una noche de sexo… Momentos pasajeros que Castells dota de una singular trascendencia.
Tras una ruptura amorosa en Roubaix (un pueblo francés “de casas iguales, en el que no sabes si esta es la calle de tu casa, o la de tu vecino”), Lara regresa al hogar: una Barcelona repleta de extranjeros, en la que consecuentemente es muy fácil sentirse extranjera. Al llegar, la protagonista topa con un mensaje en el que Boris, su expareja, invoca (en voz en off) una posible reconciliación. La respuesta a esta propuesta debería marcar el sino de la película, pero, como se ha apuntado, en el imaginario de Camell Galí (cuya vida y cine transcurren entre el “aquí y allá”, Barcelona y París) el camino vale tanto como el origen y el destino.
El camino que se perfila en Castells lleva a la protagonista de Barcelona a l’Arboç, un recorrido en tren que, gracias al traqueteo de los vagones y a la velocidad a la que pasa el paisaje, invita a Lara a abstraerse del mundo. Sobre este tapiz reflexivo, que trae a la memoria la reciente Tenéis que venir a verla de Jonás Trueba, Camell Galí concatena tiempos muertos y encuentros muy vivos, todos ellos amenizados por la presencia de la actriz Carla Linares, una de las presencias más relevantes en la nueva ola de cine español femenino. Personaje y actriz miran hacia atrás, hacia el horizonte, mientras nos sobra el tiempo para darnos cuenta de la rima cromática que formulan una chaqueta tejana y el azul resplandeciente del Mediterráneo.
La rima visual, aparentemente residual, da sentido al viaje, en cuanto que alumbra un instante de paz, de equilibrio, de armonía azulada y espiritual. El tratamiento de la imagen cala también en el retrato sosegado y al mismo tiempo vitalista de Lara, que necesita alejarse y volverse a acercar para encontrarse a sí misma. Dicho y hecho: mientras queda hipnotizada viendo cómo los castellers del pueblo de su padre van armando su obra, Lara se abre con un soliloquio interior sobre el acto de caer. Así es como la protagonista y la cineasta cuadran la ecuación de Castells: sin prisas, sin precipitar una conclusión, capturando y abrazando aquello que (indebidamente) podríamos pasar por alto.