Manu Yáñez

Planteado como un neo-western-noir nocturno y temperamental, Catch Me Daddy podría verse como la versión cruda y modernista del funk gangsteril de Guy Richie. Y eso que al film de Daniel Wolfe no le faltan manierismos. El joven debutante, forjado en el mundo del videoclip, disfruta como un niño filmando planos detalle de uñas pintadas de azul turquesa o de un batido en el que se entrecruzan el blanco y el rosa de la leche y el sirope. De hecho, la película amaga en su arranque con convertirse en otro sucedáneo del cine de Terrence Malick, aunque aquí la estimulante acumulación de momentos intrascendentes es mucho más terrenal: dos chicos retozan en una idílica caravana del amor (fou); el papá de Billy Eliott (Gary Lewis) está enganchado a la coca; un hombre paquistaní cuida de su angelical hijita.

Así se nos introduce en el universo marginal y algo primitivo de Catch Me Daddy, del que poco a poco empieza a emerger una trama protagonizada por una bella (la hija de gangster) y muchas bestias. La película cuaja sus mejores momentos durante esa sigilosa aparición de una narrativa en la que no faltan las líneas de fuga, los pasajes mortecinos –que bordean la condición de tiempos muertos–, las preguntas sin respuesta. Todo ello condimentado con una prolongadísima y ciertamente extenuante persecución en la que nuestro Romeo inglés (Conor McCarron) y nuestra Julieta paquistani (Sameena Ahmed) deben afrontar la imposibilidad de su idilio ilegítimo. Una caza al inocente que remite, por su combinación de iconografía noir y cruda visceraidad, al Amor a quemarropa de Tony Scott y Quentin Tarantino, aunque en una lectura desangelada, mucho más sombría.

A partir de un momento determinado, Catch Me Daddy empieza a conjugarse casi únicamente en primeros planos, creando una atmósfera poderosamente opresiva. Es la hora de la verdad, de hacer justicia al título de la película. Sin intención de revelar demasiados detalles, diré que el final del film me recordó al de Una historia de violencia de David Cronenberg, aunque allí donde el maestro canadiense se decantaba por una escritura sintética y cortante (neoclásica), el aprendiz británico, Wolfe, dilata la acción hasta extremos inusitados de furia y melodramatismo –en la línea de lo que proponía William Friedkin en la superior Killer Joe–. A la postre, Catch Me Daddy va mejorando cuando uno la piensa, recuerda sus arrebatos modernistas y olvida el discreto sopor que provocan algunos de sus lánguidos pasajes.