Manu Yáñez (Festival Zinebi, Bilbao)

¿Qué rol juegan las “danzas macabras” en esta película filmada por la cineasta Rita Azevendo Gomes, montada por el actor y montador Pierre León, y argumentada –en el sentido más amplio de la palabra– por el escritor, filósofo y teórico del cine Jean-Louis Schefer? ¿Son estas representaciones alegóricas de la muerte el centro de la película, el motivo, el objetivo? ¿O son estas danzas calavéricas apenas una excusa para invocar una reflexión compartida, un intercambio de ideas, el placer de la conversación, la charla entre amigos? Ofrecer una respuesta tajante a cualquiera de estas preguntas sería en todo caso una traición al propio espíritu de una película en la que se afirma que “está bien que haya cosas que no se entienden”, o que “¡la ambigüedad es fundamental!”. Nada parece unívoco o definitivo en esta obra entregada a la más gozosa improductividad, en la que los principios del joven Richard Linklater (el de Slacker o Waking Life) se hermanan con las formas del viejo Manoel de Oliveira.

De lo que deja pocas dudas Danses macabres, squelettes et autres fantaisies es del enorme saber que atesora Schefer, a quién Azevedo Gomes y Léon invitan a teorizar acerca del género artístico de las “danzas macabras”, que tuvo su máximo apogeo en el arte de mediados del siglo XV, unos tiempos de peste negra y de guerras que derivarían en el nacimiento de fuertes sentimientos nacionalistas (empezando por el de Juana de Arco). Aunque cabe advertir que esta película-ensayo se desmarca por completo de la rigidez historicista. Mientras las imágenes muestran al trío de creadores-protagonistas charlando durante sobremesas, en jardines, museos, o durante paseos bucólicos, el discurso del film se aboca a una zigzagueante odisea del conocimiento en la que caben desde grabados prehistóricos a las imágenes de las Silly Symphonies de la factoría Disney, desde los cuadros del Bosco a las imágenes de La regla del juego de Jean Renoir o de Utamaro y sus 5 mujeres de Kenji Mizoguchi.

Por momentos, parece que el hilo conductor de las charlas y las imágenes sea la naturaleza vivaz, casi festiva, de las danzas macabras, pero las reflexiones de Schefer tienen el don de la imprevisibilidad (además de una propensión al desvío, la fuga y el eclipse). Resulta particularmente interesante escuchar al filósofo teorizar sobre la condición fundacional de estas representaciones mortuorias, en las que, por primera vez, la Historia era contada por figuras anónimas, ajenas al poder y la épica. En un momento genial de la película, Schefer reflexiona sobre la naturaleza “fluida” de la danzas macabras pictóricas, con sus fondos descontextualizados y su reticencia al moralismo, a lo que Léon (el montador) responde insertando unas imágenes de El discreto encanto de la burguesía de Buñuel. Mundos sin reglas, mundos lúdicos. Schefer defiende que la verdadera belleza es “ese momento de soledad ante la obra de arte”, un arte que conmociona, que revela algo esencial, que se convierte en receptáculo de nuestras emociones y vivencias (en una de sus intervenciones, Azevedo Gomes habla de la experiencia que supone reencontrarse con una obra de arte y hallar en ella un testimonio fulgurante de nuestra memoria y del transcurso del tiempo, o más bien de “nuestro” tiempo).

En un pasaje emocionante, Schafer reniega de todo cientifismo para declararse un pensador “sentimental”. Y, de hecho, la película funciona como un catálogo de las emociones del escritor, que muestra su enfado ante la incapacidad de los museos para poner en valor sus tesoros (“si supieran lo que tienen, se limitarían a mostrar uno o dos cuadros… los museos están hechos para gente que no tiene tiempo de pararse a mirar”). Más adelante, el filósofo se muestra melancólico al penetrar en el sentido último de las danzas macabras de la mano de un texto en el que Virginia Woolf describe la figuración súbita de “la línea entre el cielo y el mar” ante un cambio de luz (“los personajes de las danzas macabras caminan sobre la nada, van hacia la nada”). Y luego, en otra de las cumbres de esta película enamorada de los rostros y los paisajes, Schafer se muestra exultante ante la belleza de un valle en el que confluyen los ríos Duero y Côa. ¿Podría ser la noción del encuentro (entre amigos, entre ideas, entre los cursos fluviales) la llave con la que resolver los enigmas de Danses macabres, squelettes et autres fantaisies? ¿Pero quién querría descifrar las claves de una película concebida como un juego, ejecutada como una danza sin coreografía y destinada a alimentar el misterio del arte?