Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

En la programación de un festival con proyección internacional no puede faltar una obra que genere controversias, divida de forma encontrada las opiniones y consiga que se cuestionen su naturaleza y sus fines. Es una de las razones de ser de todo buen certamen. En el caso de esta edición del Festival de San Sebastián, la película que ha conseguido generar este sentimiento ha sido Dasatskisi (Beginning), la ópera prima de la directora georgiana Dea Kulumbegashvili, un nombre que habrá que recordar en el panorama futuro del cine europeo. La película cuenta entre sus productores con la presencia del cineasta mexicano Carlos Reygadas, un detalle importante que sirve como carta de presentación para una obra que tiene el poder constante de fascinar, de hacer levitar sus imágenes, pese a su vocación quietista, y de arrastrar al espectador a participar de la radicalidad y exigencia de su propuesta.

El largo plano secuencia estático que da inicio al film sirve de pauta para su posterior desarrollo. Durante toda la película apenas hay algún ligero movimiento de cámara, junto con un par de travellings aprovechando el movimiento de un coche, y la duración de los planos supera en algunas ocasiones los cinco minutos. Pero además de servir de declaración previa de intenciones desde un punto de vista estético y narrativo, este momento esconde mucho subtexto. Muestra el encuentro de una comunidad de Testigos de Jehová, durante el cual se produce un ataque con cócteles molotov y la sala acaba en llamas. En Georgia las denuncias y los atentados contra este grupo religioso fueron habituales y sucedieron con la corresponsabilidad del Estado hasta la pasada década. Así, la película parte de la reconstrucción de un hecho real, pero más allá de esto no existe ninguna intención documental.

En ese instante inicial, la directora sitúa la cámara al fondo de la estancia, mostrando la separación entre hombres y mujeres, y a unos niños, castigados por jugar y divertirse, en primer plano. Dentro de esta estricta jerarquía comunitaria, vive la protagonista del film, Yana (Ia Sukhitashvili, excepcional por su contención inquebrantable), esposa del máximo cargo religioso de la zona y también encargada de inculcar entre los más pequeños la conciencia sobre el pecado, el cielo y el infierno. Desde el principio, Kulumbegashvili fija su cámara en ella, en los actos cotidianos que acomete y en su relación con su familia, para dejar claro que el microcosmos que la rodea la está oprimiendo de una manera angustiosa (un encierro acentuado por el formato cuadrado, en aspect ratio 4/3). Yana, una pariente lejana de la Jeanne Dielman de Chantal Akerman, camina con paso firme hacia el infierno sobre el que previene a sus pupilos.

La cineasta debutante, que había sido seleccionada con esta película en Cannes, propone a partir de ese momento un relato en el que lo alegórico y la material batallan en cada secuencia. Dotada de una espiritualidad extraña y dolorosa, Dasatskisi embriaga por su despliegue estético, así como por el modo en que sus metáforas retorcidas y sus reinterpretaciones de ciertos pasajes del Antiguo Testamento conviven con la violencia, que se hace presente en dos ocasiones, una de ellas de forma verbal y la otra a través de una violación. En ambos casos, la cineasta no renuncia a su idea de prolongar la duración de los planos hasta el límite, proponiendo al espectador un juego de resistencia que consiste en encontrar el ritmo y la cadencia impuesta por la fuerza gravitatoria del film.

En un pasaje memorable, Kulumbegashvili compone un prolongado plano picado sobre el cuerpo de la protagonista, que aparece tumbada sobre la hierba y las hojas, con los ojos cerrados y simulando la muerte. No es difícil imaginar que, en este momento de tranquilidad, Yana podría desear la visita de la muerte, que acabaría con su cruel sufrimiento y le abriría las puertas del cielo. Es uno de los momentos en los que la cámara abandona los lugares cerrados, las habitaciones donde la directora confina a su protagonista en planos fijos, compuestos siempre de una manera equilibrada, y donde la luz, en forma de bellos claroscuros, pone en escena cuadros que parecen tableux vivants. La impresionante labor de fotografía de Arseni Khachaturan acaba por deparar imágenes de indudable profundidad psicológica, que se dejan bañar por el aire de ensoñación minimalista que transmiten los pasajes sonoros de Nicolas Jaar, para completar así una película radical y hermosa.