Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

La obra de Lucile Hadzihalilovic se conoce bien en el Festival de San Sebastián. En 2004, logró el premio New Directors con su ópera prima Innocence (2004). Luego, en 2015 obtuvo el Premio Especial del Jurado con Evolution, y sus cortos y mediometrajes se han podido ver dentro de Zabaltegi-Tabakalera. En esta edición, la cineasta francesa regresa a la Sección Oficial con Earwig, su primer trabajo en inglés, en el que incide en su estilo y se consagra en su condición de narradora absolutamente personal, una creadora de atmósferas únicas que tiene esa cualidad, tan gratificante dentro de la programación de un festival, de no generar indiferencia, produciendo divisiones. Esta vez, Hadzihalilovic lo ha vuelto a conseguir.

Earwig es la adaptación de la novela homónima del escritor, escultor y artista de performance inglés Brian Catling, un autor que conecta a la perfección con la sensibilidad de Hadzihalilovic, que contó con su permiso para conseguir el objetivo de narrar un cuento gótico a través de su historia incluso antes de publicarla. El film transcurre en algún lugar indeterminado de Europa, después de la II Guerra Mundial, y está protagonizado por Albert, un hombre que se ocupa de cuidar a Mía, una niña que vive recluida en una casa donde las ventanas y las puertas siempre están cerradas. La misión del adulto es cambiar cada día los dientes de hielo de la pequeña, una misión que supervisa con periodicidad fija una voz anónima mediante una escueta llamada de teléfono, la misma persona que se encarga de pagar cada mes los honorarios de Albert.

Earwig es una película hecha de silencios y sonidos. El trabajo en este apartado es admirable y se complementa a la perfección con la banda sonora minimalista que compone Augustin Viard, con la producción de Warren Ellis, cómplice íntimo de Nick Cave en varios de sus proyectos. Entre los dos protagonistas no hay conversaciones, solo rituales (comer, dormir y el momento en el que se produce el cambio de dentadura) y una distancia que no se justifica en ningún momento al espectador. Como sucedía en sus anteriores obras, la propuesta de la directora es eminentemente sensorial, un billete para un viaje al que hay que sumarse liberado de prejuicios y muchas veces sin tratar de comprender la lógica narrativa que propone el film, que se sitúa de manera decidida entre la literatura de terror, el surrealismo y lo onírico.

El espectador se ve envuelto en la creación de una atmósfera misteriosa, siniestra e hipnótica. Ahí tiene un papel determinante la dirección de fotografía de Jonathan Ricquebourg, que ya realizó un trabajo muy similar con Albert Serra en La muerte de Luis XIV (2016). Se trata de conseguir ambientes sin iluminación artificial, dejando que la oscuridad ocupe su espacio y la luz indirecta proponga desconcertantes claroscuros que refuerzan de una manera determinante el componente gótico de la película. A la vez que las imágenes del interior de la casa se suceden dentro de su rítmica rutina, nuevas piezas se van sumando al rompecabezas que propone el film, con la presencia de otros personajes igual de enigmáticos y de los recuerdos de su protagonista, que aparecen para aportar (muy poca) información sobre su pasado y proponer lecturas a lo que se está viendo en la acción presente.

Solo son pistas dentro de una trama críptica que es inevitable asociar en algunos momentos al David Lynch de Carretera perdida (1997) o al cine de Peter Strickland, por poner dos referentes contemporáneos. Un cine que no hace concesiones. Hay que participar de su propuesta para disfrutarla y el espectador que no lo haga quedará irremediablemente fuera. El que acepte va a descubrir una directora que demuestra una personalidad muy definida, irreductible y que siempre busca nuevos retos.