Mariona Borrull (Festival La Inesperada)

En la pantalla se amontonan, unos encima de otros, los objetos: una pintura al óleo, la fotografía de una mujer, una libreta garabateada. Cortamos a un plano detalle del dorso de la libreta: es de marca Universo y –con la pertinencia que se desprende de un buen juego de palabras– servirá como contenedor de un mundo íntimo, un “universo” emocional de complejidad particular. Su propietaria es Elena Rull, mujer casada que documentó meticulosamente en las páginas de este diario las sesiones de terapia que tuvo con su psicóloga, allá en los años 50 del siglo pasado. Llenas de frustraciones, deseos reprimidos, y con la intervención esporádica de alguna lista de tareas improvisada, las páginas del diario serán solo uno de los materiales que la cineasta Marga Almirall Rotés, familiar de Elena, pondrá en juego para tratar de re-escribir la odisea introspectiva su protagonista. Grabaciones caseras en Super 8, fotografías viejas y recortes de documentos oficiales acaban de completar el intricado patchwork de Elena Universo, que se presenta en la sección Cuadecuc del festival barcelonés La Inesperada de cine de lo real.

En un momento especialmente revelador de este cortometraje de 18 minutos, tres fotografías de Elena, de joven, ataviada de bailaora, encuentran su réplica inmediata bajo la forma de una grabación realizada, años más tarde, en una excursión por la montaña. La mujer, envejecida y con el hastío mal escondido tras unas gafas de sol, apenas nos recuerda a la chica vivaz y segura que dominaba el tablao en las instantáneas: la mirada de ella, sus hombros caídos, pertenecen efectivamente a una señora cansada. El montaje concatenado de estos dos tiempos, el de la oportunidad (“la vida por delante”) y el del remordimiento (“los años pasados”), da lugar, sin embargo, a una ironía seca. Funciona a la vez como tempus fugit y como reflejo de la realidad emocional de una mujer que se veía a sí misma desdoblada, entre la figura que aspiraba a ser y la que era realmente, entre la versión de sí misma que rechazaba y la que abrazaba en su imposibillidad. Elena, que se confiesa desmotivada por cualquier proyecto familiar, quiso siempre explorar su sensibilidad artística, que sabía fértil. Con el tiempo, pintó un poco, vestía bañadores de un colorido jocoso y se entregaba a la expresión de sus sentimientos, eso sí, anotándolos en su diario con la pulcritud de quien ha hecho multitud de listas de la compra.

Sin embargo, encadenada por los corsés morales de la época, ¿cómo podía Elena encontrar continuidad alguna para su proyecto personal? Desde una secuencia en la playa, prácticamente al inicio de la película, en las grabaciones caseras de su marido, el movimiento de ella aparece constantemente atropellado, ralentizado, vuelto en loop, congelado. Caminando, nadando, dirigiéndose a la cámara, columpiándose… Poco importa en qué circunstancias se la grabe, la fluidez de sus acciones es constantemente interrumpida por los trucos de edición impuestos por Almirall Rotés, que deforman el fluir de las cosas hasta llegar al paroxismo. Dislocando el tiempo natural de la imagen (en un gesto recurrente del trabajo con material de archivo, como en las recientes My Mexican Bretzel de Nuria Giménez Lorang o Video Blues de Emma Tusell) la cineasta aspira a revelar algo genuino tras los fotogramas, pero esta búsqueda a través de la edición adolece de una cierta falta de mimo: Elena queda visualmente atrapada en bucle, en momentos que sabemos, por las entradas de su diario, son muy poco agradables para ella. En otra antesala de este purgatorio, Almirall Rotés contrapone unas citas extraídas de la petición de separación del matrimonio con la fotografía de novios de la boda de Elena y su marido. Sumamente ampliada, partida en mil pedazos, la cineasta altera la instantánea en un verdadero espectáculo de micro-retoque fotográfico. La gira, la recorta, tapa y descubre detalles significativos; lo mismo que un forense ante las pruebas del crimen, o como el fotógrafo de Blow Up (Michelangelo Antonioni), para quien la disección extrema y meticulosa de una mancha en una fotografía revelaba un aspecto tenebroso de la realidad. También será inquietante, en la imagen de los recién casados, descubrir un zapato pisando el vestido de novia, la mano crispada del novio, la seriedad implacable de ella, la sonrisa forzada de él…

Con los minutos, al micro-escáner psicológico se le suma una angustia progresiva y acuciante. Un malestar que encuentra su origen en la propia aberración de la imagen y en la música inquietante, que suena también invertida y que firma el grupo Planeta Salvatge. Solo tras la separación de la pareja, toma momentánea de aire para Elena, la película recobra una cierta “normalidad” en los tiempos: se apacigua la acumulación de materiales, desaparece el retoque y la partición extrema de las imágenes, y el montaje, antes picado, se vuelve discreto. Cuando la mujer se libere de su marido, dejará de estar también sometida a la imagen… hasta la secuencia que cierra la cinta. Aquí, Almirall Rotés retrocede en el tiempo de la narración y nos presenta una escena familiar que debería resultar entrañable, pero no lo es en absoluto. Ante la cámara del padre, todas las mujeres de la familia –las hijas, la criada, también Elena– empiezan a bailar un twist improvisado, en el comedor de casa, al compás del Let’s Twist Again de Chubby Checker. A pesar de que el centro de atención sean las niñas, no quitamos los ojos de Elena, que baila relegada en un lateral. Habiendo acompañado a la mujer por los derroteros de su miseria, tácita, no podemos evitar detectar en su rostro el poso de un malestar insondable. En los créditos, la cineasta subraya esta evidente incomodidad encerrando a la mujer, que aún baila, en un círculo rodeado de negro, entre el estilo jovial de los finales-gag de las películas de los Looney Tunes y el cierre, siempre a la fuga, de los films de Chaplin… Pero Elena sigue ahí. A la postre, la película deviene un objeto tan sensible que en este encierro final podría detectarse un punto de ensañamiento.