Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Es inevitable que el espectador perciba ecos del cine de los hermanos Dardenne en La hija de un ladrón, la ópera prima con la que la barcelonesa Belén Funes compite en la Sección Oficial del Festival de San Sebastián. Tiene una protagonista que debe superar las continuas pruebas, muchas veces son directamente zancadillas, a las que le va sometiendo la vida. Hay una utilización de la cámara en mano y se recurre a los planos de seguimiento, tan habituales en el cine de los belgas. Incluso el ruido de fondo del film sigue sonando durante los créditos finales. Sin embargo, todo esto no son más que ecos. Porque el film de Funes destaca por tener una entidad propia y, de paso, revela a una joven cineasta con una gran habilidad para retratar las relaciones interpersonales, mientras sondea nuevos territorios dentro del cine de carácter social que se hace en nuestro país.

La hija del ladrón luce tanto por lo que cuenta como por la forma en que lo hace. La cineasta debutante parte de algunos elementos de su cortometraje Sara a la fuga (2015) para narrar la historia de una joven (Greta Fernández), madre de un bebé, que se gana la vida como limpiadora y habita un piso de acogida en Barcelona, junto a otras mujeres en su misma situación. También se encarga de un hermano pequeño, que está internado en un centro para menores. Hace tiempo que no ve a su padre (Eduard Fernández), pero un encuentro fortuito en la oficina de empleo, propicia que retomen su relación. Funes solo sugiere, con pequeñas pinceladas, lo que pudo haber ocurrido en el pasado, y prefiere instalar el relato en el tiempo presente, con la necesidad de amor de la chica y la hostilidad del adulto como principales pulsiones.

En La hija de un ladrón, la cámara presta especial atención a detalles que activan resortes psicológicos –un simple cambio de peinado anticipa una alteración anímica–, mientras que la dinámica puesta en escena deja entrever una vocación realista, afianzada en la sobria fotografía de Neus Ollé, cuya labor se ha podido ver antes en películas importantes del reciente cine catalán como Tres días con la familia o La mosquitera. La hija de un ladrón está articulada sobre secuencias siempre bien rematadas, que saben equilibrar la dimensión social del relato –el retrato de la angustiosa precariedad laboral– y su esfera más íntima, que se materializa en los distintos duelos verbales que mantienen los protagonistas.

Por último, es necesario destacar el trabajo de los dos principales intérpretes, Eduard y Greta Fernández, padre e hija también en la vida real, cada uno instalado en su propio registro: la contención extrema en el caso de él y la emotividad constante en ella. El choque continuado entre las motivaciones de ambos –esa cuestión de sangre que les une y que al mismo tiempo les separa de manera violenta– se convierte en el alimento perfecto para un film que hace gala de una admirable madurez tratándose de una ópera prima. Un retrato social en el que tienen un peso muy importante los sentimientos, que se cuelan en cada secuencia de manera sutil, sin hacer apenas ruido.