Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Para su nueva fábula familiar, Ursula Meier (autora de títulos como Home, ¿dulce hogar? y Sisters) lleva a casi todos sus personajes a la condición animalística en la que suele operar su cine. En la secuencia inicial, un conjunto de imágenes que evocan la furia y la destrucción son armonizadas por una cámara lenta. De fondo, suena música clásica relajante, mientras un conjunto de objetos –un jarrón, una botella de cerveza, otra de vino, dossieres trufados de pentagramas– se emplean como arma arrojadiza contra una pared. Pero pronto salimos de esta toma fija y nos trasladamos al salón de una casa en la que una mujer embiste contra otra. Quien recibe los golpes es Valeria Bruni Tedeschi, que pasa por ser la actriz que mejor encarna el caos en el cine contemporáneo. Cabe apuntar que, en La ligne –presentada en la Sección Oficial de la Berlinale–, Bruni Tedeschi queda relegada a la condición de personaje secundario; sin embargo, toda la confusión, malentendidos y ruido que inundan la pantalla parecen emanar de su presencia. Y, en efecto, el texto (escrito a seis manos por Meier, su colaborador habitual Antoine Jaccoud, y por Stéphanie Blanchoud, verdadera protagonista delante de las cámaras) va a rebufo de la presencia de esta actriz-autora.

En La ligne, Bruni Tedeschi encarna a una mater familias que, en su juventud, lo tuvo todo a su favor para tener una carrera estelar como pianista. Hasta que la maternidad llamó a su puerta; hasta que, más adelante, ella dejara de lado su propio camino para marcar el de sus hijas. En otras palabras, la típica (por tópica) historia de frustraciones mal llevadas. Pero todo esto no lo vemos, sino que lo vamos descubriendo a medida que el relato va desvelando sus secretos. Lo hace, por supuesto, con la sensibilidad de un crío aporreando un teclado de piano. Después de la riña del principio (la descacharrante ilustración de una familia que ya no puede más con ella misma), descubrimos que Bruni Tedeschi se ha golpeado gravemente la cabeza y ha perdido buena parte de su capacidad auditiva. Brillante regla del juego establecida por la demiurga Ursula Meier: es la excusa perfecta para hacer más ruido. “¿Qué has dicho?”, pregunta la madre, “Perdona, ¿puedes hablar más alto?”, e insiste, “¡Es que no oigo nada!”. Como casi siempre ocurre con Bruni Tedeschi, no se sabe dónde empieza la actriz y dónde termina el personaje.

La ligne, que blande orgullosa la condición de drama gritón, opera con sumo gusto en altos niveles de decibélicos. Tras este elevado ruido de fondo, no queda claro si los personajes se desgarran o se parten de la risa; si la música amansa o agita a las fieras. Meier nos habla de cicatrices que se (re)abren antes de haber podido cerrarse; de ángeles de la guardia que tienen que respetar órdenes de alejamiento, y que para ello, tienen que vigilar de no cruzar una delgada línea azul que rodea, a una distancia de cien metros, el perímetro de la casa de los mil alaridos.

Por su parte, Meier va haciendo de funambulista, caminando por la finísima frontera entre el drama desgañitado y la comedia salvaje. Es, al igual que en los mejores momentos de su filmografía, como esa niña que está aprendiendo a relacionarse con el desquiciado mundo de los adultos: nada parece tener sentido, nadie parece estar cuerdo, y aun así cada elemento acaba encontrando un rincón donde respirar tranquilo. Juntos, revueltos, y después, contra todo pronóstico, en paz. Por fin, Bruni Tedeschi se detiene, y la cámara la acaba fijando con un primer plano en el que convergen todos los estados por los que pasa esta “línea”. Vuelve a sonar de fondo la música de Franz Liszt, pero ya sin el propósito de la destrucción. Al contrario: sus ojos se enrojecen, y una lágrima se escapa de ellos, y sonríe, y sigue sin saberse si es el personaje o si es la actriz, pero da igual, porque seguramente es lo mismo. No hay línea que las separe.