Gonzalo de Pedro Amatria (Festival de Berlín)

Entre otras muchas virtudes, Ion de Sosa demostró en Sueñan los androides que nadie sabía filmar una ensalada mixta como él. Parece una virtud nimia, pero tanto de Sosa como Chema García Ibarra, su nuevo colega de correrías, han sabido retratar con verdadero respeto esa clase popular española, ya sea levantina o emigrante, que pocas veces protagoniza relatos cinematográficos –arrabales, jóvenes con granos, sueños sin cumplir, vidas alejadas de cualquier foco mediático– si no es para acercarse a ellos con compasión, miserabilismo, o como ilustraciones de tesis. A los pocos minutos de arrancar Leyenda dorada, el trabajo con el que De Sosa e Ibarra han concursado en la sección oficial de cortometrajes de la Berlinale, aparece un primer plano, nada estetizante, de un glorioso plato combinado –salchichas, patatas fritas, lechuga (iceberg), tomate–, probablemente el rey gastronómico, junto con la ensalada mixta y la paella, de las mesas populares de verano. Y ese plano, sobre el que se superpone el canto popular de una vieja con gafas de sol sentada en la terraza del chiringuito de una piscina de algún lugar del interior del país, viene precedido de las manos de una joven que ojea despreocupada un libro sobre conjuros satánicos, rituales y ouijas. Un corte brutal que marca muy bien el tono que persigue la película: un trabajo de ficción costumbrista, o una suerte de costumbrismo de ciencia-ficción cargado de (buen) humor.

La combinación De Sosa-Ibarra es quizás uno de los duetos más geniales que ha alumbrado el cine reciente en España, dos almas gemelas que parecían destinadas a encontrarse, y que juntos han conseguido un exacto punto intermedio entre sus filias y fobias: Leyenda dorada es ante todo un divertimento, y así hay que reivindicarlo, sin que nada tenga de malo, un juego con elementos reales, de esos a los que nadie presta atención, y que gracias a pequeños destellos de puesta en escena trascienden su retrato de clase popular para convertirse en una obra de ciencia-ficción destilada. Lo que las primeras películas de Ibarra enunciaban de forma muy evidente –esa sci-fi teñida de absurdo popular, de retrato de barrio– ha devenido, gracias en parte a la intervención de de Sosa y su cámara de 16mm (que impone un rodaje mucho más preciso), pequeños haikus (un sonido aquí, un diálogo allí) que apuntalan una historia que el espectador habrá de concluir.

En Leyenda dorada, el sopor de las sobremesas de verano en esa piscina de tierra adentro se mezcla con un semi-ahogado tras corte de digestión, una megafonía que se debate entre lo promocional y los sonidos de ultratumba, y un grupo de jóvenes que deciden invocar a Antonio Anglés en un ejercicio de ouija veraniega. Ninguna de estas historias, sin embargo, es una historia completa: son apuntes mínimos, bocetos de pocos rasgos, cargados de humor, con los que De Sosa-Ibarra logran no solo retratar la belleza del tedio veraniego, las hormonas desatadas de los adolescentes (todos actores no profesionales), sino convertir un escenario banal en un terreno en el que se mezclan con naturalidad satanismo a plena luz del día, cultura popular y crónica negra. Quizás estos dos cineastas hayan superado el haiku y encontrado una fórmula patria, mucho mejor, y más apropiada para nuestro contexto: el cine como un plato combinado.