Manu Yáñez (Festival de Gijón)

Planteada como un viaje impresionista al fondo de una personalidad quebradiza, Madeline’s Madeline funciona como un frágil castillo de naipes. La protagonista, la Madeline del título (una convincente Helena Howard), es una adolescente de 16 años que arrastra el estigma de un trastorno psicológico. La sombra del derrumbamiento personal se cierne sobre el personaje como una amenaza latente, una posibilidad que el film articula a través de una puesta en escena inestable y descentrada. Mediante un montaje entrecortado, casi como en un cuadro cubista, Madeline aparece como una figura fragmentaria, volátil, capaz de pasar de la euforia a la congoja en un cambio de plano. La inconsistencia identitaria del personaje se subraya a través de su participación en un grupo teatral en el que se invita a los participantes a encarnar a figuras animales. Una inmersión en lo primitivo que pone de relieve la extrema codificación social del mundo de Madeline: los disfuncionales vínculos familiares, la iniciación sentimental, la vida en la sobreestimulante Nueva York…

Rebuscando en los márgenes de la expresión fílmica una vía de acceso a los misterios de la adolescencia, la directora Josephine Decker acaba construyendo un endiablado collage de referentes modernos. La manera de penetrar en una psique trastornada, abrazando un subjetivismo estridente, hace pensar en el trabajo de Darren Aronofsky, más aun cuando la película nos conduce progresivamente hacia el territorio de la catarsis y el clímax dramático. Por otra parte, la construcción de un triángulo de turbias relaciones materno-filiales invitan a pensar en Mommy y, en general, en el cine visceral de Xavier Dolan. Aquí, Miranda July, tan histriónica como de costumbre, da vida a la madre real, mientras que la siempre emocional Molly Parker encarna a una suerte de madre adoptiva, la directora del grupo teatral. Madeline’s Madeline tiene una vertiente alterada, casi histérica, que afortunadamente se ve matizada por un sugerente y esquivo trabajo formal que, en sus mejores momento, alcanza una aura meditativa.

La sombras de Terrence Malick y David Lynch son alargadas, y Decker no puede evitar mostrar planos de copas de árboles contra el cielo azul e imágenes oníricas que figuran un realidad monstruosa; sin embargo, el juego referencial más sugerente consistiría en vincular Madeline’s Madeline al universo de la argentina Lucrecia Martel, con esos característicos planos detalle que fracturan salvajemente los cuerpos, la identidad y el rol social de los personajes. Cuando se produce el probable atropello de un animal y la conductora decide seguir adelante como si no hubiera ocurrido nada, resulta imposible no pensar en el arranque de La mujer sin cabeza y pensar en la dimensión moral de Madeline’s Madeline. He aquí una película sobre la locura que, pese a tantear los límites de la provocación –las insinuaciones sexuales de Madeline al marido de su profesora parecen de otro film–, consigue no resultar moralista. Decker se acerca a una expresión puramente cinematográfica cuando la película se vuelve abstracta y confusa, mientras que el film pierde algo de fuelle cuando se vuelve más explícito en su diagnóstico del trastorno de la protagonista. En definitiva, estamos ante una obra que habla de la construcción de la identidad en una encrucijada de intercambios afectivos; un territorio que, en materia cinematográfica, nadie ha abordado mejor que John Cassavetes. Su aura sobrevuela y alimenta el espíritu de Madeline’s Madeline, aunque es posible que al director de Faces le importasen más las corrientes de amor entre sus personajes que el poder de manipulación y la fuerza del rencor, algo que no resulta tan evidente en el caso de Decker.