Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

Manto de gemas, largometraje de debut de Natalia López como directora, guionista y productora, arranca con lo que bien podría ser una escena descartada del film en el que la vimos despuntar como actriz. En Nuestro tiempo, la montadora de títulos clave de Amat Escalante, Lisandro Alonso o Carlos Reygadas interpretaba a la mujer de este último, en lo que suponía un drama romántico (o terapia de shock de pareja) donde la ficción arrollaba a la realidad, y cuyo desgarro se iniciaba a partir del ombligo, punto cardinal que nunca se perdía de vista. Por su parte, Manto de gemas se abre con la espectacular toma de un árbol cuya silueta se va perfilando y definiendo con la luz naciente de un nuevo día. Imponente espectáculo de la naturaleza que muy pronto se ve perturbado por la acción humana: de repente, un hombre entra en escena, armado con un machete que blande furiosamente para despejar el camino de maleza. Pero el interés está en otro sitio, en el interior acristalado de una casa con vistas al árbol. Ahora, vemos a otra pareja que, como sucedía en el film de Reygadas, no arranca. Las embestidas con las que él se relaciona con ella no son más que el intento, por parte del semental, de reanimar su maltrecha virilidad. Dos secuencias para una misma escena; dos mundos, si se prefiere, hermanados por las pulsiones violentas que flotan entre ambos.

La carta de presentación es también una declaración de intenciones que se extiende a lo largo de las dos horas de metraje. En este tiempo, la cámara se comporta como un ser omnipresente cuya mirada se va expandiendo casi por transmisión. Al principio del film, este modus operandi se presenta como una extraña manifestación sobrenatural. Una de las hijas del hombre que no puede (o no quiere) satisfacer a su mujer se abraza a él, preguntándole si todo va a salir bien. La respuesta es afirmativa, pero las evidencias apuntan lo contrario, y el desconcierto se resuelve con una mirada a cámara de la hija. El padre, que repara en el extraño comportamiento de la cría, trata de entender qué es lo que la intranquiliza, e intenta ver lo que ve ella, pero no lo consigue. Un contraplano nos pone en su punto de visa, que nos aporta una privilegiada panorámica de la nada.

La elusión es, como sucede con el cine de Lorenzo Vigas, la herramienta con la que López se relaciona con el mundo. Tanto en lo visual (donde es constante el uso del fuera de cuadro, y donde el escorzo parece sustituir al primer plano) como en la escritura del guion, se impone la frustración de nunca alcanzar a ver (o escuchar) aquello que deseamos saber. La mujer y el jardinero del principio se encuentran ahora en un diálogo que nunca acaba de materializar sus verdaderas intenciones: “Necesito que haga algo por mí”, pide ella, “Pero es que no puede ser…”, responde él, “Reconsidérelo, por favor”, sigue ella. Conversaciones con información omitida, encuadres que recortan lo que anhelamos mirar, sombras que se mueven en la sombra… Manto de gemas aborda la violencia en el México rural trabajando sobre lo que no alcanzamos a ver, pero también a través del retrato social tan coral como transversal. Privilegiados y desfavorecidos, decadencia y avaricia, policías y soldados del narcotráfico, jardineros y propietarias de grandes fincas.

El problema con el depurado, casi virtuoso, planteamiento formal de Manto de gemas es que su carácter elusivo se revela aquí como una maniobra de distanciamiento para con el objeto de estudio, que queda a merced de pulsiones coreografiadas y otros gestos “artísticos”. El realismo mágico como desvío estético, el impresionismo como puntal para la impresión de que no hay esperanza, el drama social, una vez más, como carnaza para un cine de la crueldad.