Manu Yáñez (Festival Punto de Vista)

En el centro de la pantalla aparecen los siguientes intertítulos: “No había mucho lugar para soñar / pero ellos lo encontraron bajo tierra”. El territorio subterráneo en cuestión es el conjunto de grutas y galerías (más de 100 km en total) que conforman Ojo Guareña, el complejo kárstico situado en Burgos que da título a la nueva película de la castellanoleonesa Edurne Rubio. Que los intertítulos introductorios del film aparezcan sobre una pantalla en negro no es casual, dado que, a nivel plástico, Ojo Guareña puede verse como una intrigante exploración de la frontera entre la luz y la oscuridad, una inmersión en las sombras que convierte este documental ensayístico en una caja de resonancia de voces y ecos sonoros, algo bastante lógico si recordamos que la presente edición de Punto de Vista tiene como hilo conductor el estudio del potencial expresivo de la voz –el lema del festival afirma, provocadoramente, que “La voz nunca miente”–.

Además de un film sobre el valor testimonial de la voz y sobre los secretos que oculta la oscuridad, Ojo Guareña es una obra prendada del espíritu de los grandes exploradores. Como si se tratara una película de aventuras, las imágenes siguen a un grupo de espeleólogos que se van adentrando por las cuevas subterráneas, mientras las voces de los pioneros –los padres de la protagonista– ahondan en la emoción de llegar allí a dónde no ha llegado nadie más. Un anhelo de conquista, eminentemente herzogiano, que Rubio magnifica lúdicamente al emparejar imágenes de las grutas con las grabaciones de la Nasa correspondientes a la llegada a la Luna. Cuanto más abajo, más cerca de los sueños; cuanto más profundo, más cerca del origen. De hecho, desde se relata el descubrimiento, en 1969, de restos humanos prehistóricos en el interior de las cuevas, Ojo Guareña va adquiriendo un cariz progresivamente más metafórico, revelando capas ocultas de la Historia de España.

Para comprender la dimensión alegórica del film de Rubio, vale la pena recordar las analogías que vertebraron los dos últimos trabajos del legendario documentalista chileno Patricio Guzman, que construyó Nostalgia de la luz a partir de la correspondencia entre Espacio Exterior y Memoria, para luego centrar El botón de Nácar en el vínculo entre el Agua y la Historia Natural-Universal. De un modo similar, Rubio convierte la oscuridad y las profundidades subterráneas en el cobijo físico e ideológico de una generación, la de sus padres, que se crió bajo la luz cegadora de la dictadura franquista: “estábamos reprimidos sin saberlo”, afirma la madre de la directora, de la que solo llegamos a escuchar la voz, mientras que su imagen, como (de nuevo) la de toda su generación, permanece en un locuaz fuera de campo. Pero la exploración de la memoria histórica no queda ahí. En uno de los momentos más sobrecogedores de la película, la cámara sale por única vez del interior de las cueva para dejar constancia del descubrimiento de un prisionero de la Guerra Civil cuyos restos fueron hallados en Ojo Guareña.

Desarrollando sigilosa y fructíferamente un ensayo de alcance político, Ojo Guareña no deja de lado los descubrimientos visuales. En una escena tan fascinante como perturbadora, el objetivo de la cámara de Rubio se pasea por la superficie de una formación rocosa cuyas húmedas protuberancias evocan una presencia orgánica, monstruosa; mientras que en el pasaje más deslumbrante del film los reflejos brillantes (intermitentes y fluctuantes) generados por el impacto de un haz de luz sobre una superficie mineral invita a imaginar una constelación bajo tierra. Todo fluye y resuena en esta película en la que, cuando uno de los protagonistas afirma que el silencio y oscuridad de la cueva no ha cambiado ni un ápice en 30 años, el espectador puede elegir libremente entre dos lecturas bien dispares. ¿Se trata de una referencia siniestra al inmovilismo de la historia reciente de España? ¿O quizás es un reflejo de la felicidad que supone hallar intacto un escenario de realizaciones y proezas personales?