Víctor Esquirol (Festival de Berlín)

El 3 de octubre de 2001, Rabiye Kurnaz, una vecina de la ciudad alemana de Bremen, intentó contactar sin éxito con Murat, su hijo mayor. El joven desapareció sin dejar rastro. Incapaz de tranquilizarse, la madre removió cielo y tierra hasta dar con una realidad terrorífica: Murat, quien se encontraba en Pakistán preparándose para ser “un buen marido”, había sido encerrado en el “centro de detención” de Guantánamo acusado de ser un terrorista islámico. Esta es la historia real en la que se basa el nuevo film del veterano cineasta alemán Andreas Dresen, Rabiye Kurnaz vs. George W. Bush, que compite en la Sección Oficial de la Berlinale con su dramatización del via crucis por el que esta madre coraje tuvo que pasar con tal de sacar a su retoño de aquella cámara de tortura de los derechos humanos.

Lo que ocurre es que la propuesta fílmica plantea el siguiente interrogante existencial: ¿se puede llamar a la risa a partir de situaciones terribles? La respuesta es claramente afirmativa, y son numerosos los ejemplos recientes que respaldan dicha afirmación. Trey Parker y Matt Stone, por ejemplo, pusieron en South Park hilo sobre la aguja en la ecuación que asegura que la comedia es el resultado de sumar tiempo a la tragedia. En “la trending series” por antonomasia, se estimó que tenían que pasar exactamente 22,3 años para que se confirmara dicha transformación. Del mismo modo, casos como In the Loop de Armando Ianucci (sobre la Segunda Guerra de Irak) o Four Lions de Chris Morris (sobre el yiihadismo) dejaron el debate visto por sentencia: efectivamente, reírnos de dichas lacras no solo era posible, sino que además también podía ser la opción mentalmente más deseable. Sin embargo, Dresen no ve el humor como un arma arrojadiza, sino más bien como un escudo… y también como un puente de conexión emocional entre sus personajes y la audiencia.

En esto último es donde Rabiye Kurnaz vs. George W. Bush comete un tropiezo imperdonable. Momento ideal para recuperar otra historia real: la de Mamoudou Gassama, quien el 26 de mayo de 2018 se hiciera viral gracias a un vídeo que dio fe de su heroicidad. A saber, este joven inmigrante de Mali, al que más tarde se apodaría como “el Spider-Man de París”, rescató a un niño de precipitarse al vacío, protagonizando una habilidosa escalada por una serie de balcones. Fue la sensación del momento; una historia que lo tenía todo, incluido un happy end. Una vez confirmado como celebridad, el Presidente de la República, Emmanuel Macron, prometió a Gassama, junto a otros honores y premios, la ciudadanía francesa. El poderoso y muy paternalista Estado acogió en sus brazos a su nuevo hijo pródigo, en una monstruosa deformación del sentido de la meritocracia: “Si quieres mi favor, gánatelo”. Pero, ¿se le puede decir esto a una madre que va a pasar 1586 sin poder ver a su hijo? Dresen opina que sí, y así nos lo hace saber a lo largo de dos horas de metraje en las que la denuncia política se maquilla, de manera nada disimulada, con los polvos y cremas de la “feel good movie”.

Tanto en la caracterización de los personajes (muy cercana al cine de disfraces de Adam McKay) como en la luminosidad y la paleta de colores (próxima al cine o la televisión de sobremesa), Rabiye Kurnaz vs. George W. Bush confirma sus nulas intenciones de responder al fuego con más fuego. Dresen no quiere hacer(se) daño, sino buscar la simpatía de quien, en última instancia, va a juzgarle: el gran público. Hasta el punto de que destina un buen puñado de escenas a apuntalar la complicidad con el patio de butacas, olvidándose por completo del objeto principal. De repente, vemos cómo la madre coraje del título deja de lado su lucha y se apunta a un gimnasio en cuya sala de máquinas se relaciona torpe y cómicamente con una cinta de correr. Un alivio cómico que podría resultar permisible en el contexto dramático de la función, pero que Dresen emplea de forma deliberada para ganarle a la protagonista el favor del espectador. Estando tan clara la liga en la que juega el film –la de ese “optimismo crítico” del que Frank Capra era su principal “caballero sin espada”–, cabe denunciar el modo en que Dresen cae en el mercadeo con las emociones y afectos del espectador.

Rabiye Kurnaz vs. George W. Bush pretende sumarnos a su causa no a través de la exposición de los crímenes de Occidente, sino poniendo a trabajar a sus víctimas para que estas conquisten nuestra compasión; nuestro favor. En este sentido, la actriz protagonista, Meltem Kaptan, no tarda en descubrirse como una máquina incómodamente eficiente. Apoyándose en roles de género retrógrados y en estereotipos identitarios que muy fácilmente podrían emplearse como armas de doble filo, la intérprete se gana nuestro cariño. Cantando para ahuyentar a la depresión del ambiente, colando chascarrillos en el momento más oportuno… si hace falta, disparándose en el pie. “Si quieres que te haga caso, antes diviérteme”. Esa es la indeseada posición de autoridad en la que nos acaba situando Dresen.