Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Que un cineasta como Carlos Saura vuelva su mirada de nuevo hacia la Guerra Civil se antoja algo tan necesario como alentador. Los seis minutos que dura Rosa Rosae –cortometraje elegido para inaugurar la 69ª edición del Festival de Cine de San Sebastián– condensan el regreso de un adulto al territorio de su infancia, a la vez que inciden en el valor de lo cinematográfico como resorte para activar y, por supuesto, mantener con vida la memoria colectiva. El propio Saura ha reconocido en alguna ocasión que no puede olvidar la guerra porque la vivió “directamente”, y por eso siente la necesidad de contarla y rememorarla para las nuevas generaciones. Refutando la premisa maniquea de que el cine sobre la Guerra Civil está superado en su vigencia, que no hay historias que contar o que se trata de un recurso agotado, Saura demuestra que hay espacio para otro tipo de acercamientos de carácter artístico, que en su caso linda de una manera definida con el videoarte o la instalación museística.

A punto de cumplir los noventa años, el director de Cría cuervos mantiene una intensa actividad creativa. Alejado de la ficción (clásica) desde el estreno de El séptimo día, en 2004, el cineasta aragonés ha presentado diez películas desde entonces, trabajando el género documental desde una perspectiva melómana –próximamente presentará un trabajo sobre la tradición musical mexicana, de nuevo con la colaboración de Vittorio Storaro en la dirección de fotografía–, pero también buscando nuevas vías de expresión. Fruto de ese interés por indagar sobre el lenguaje y su materialización en las imágenes, surge Rosa Rosae, en la que Saura trabaja a partir de su archivo fotográfico para intervenir sobre las instantáneas y modificar así su apariencia original. Aquel momento esencial capturado por las viejas cámaras analógicas durante la guerra y la posguerra se transforma al pasar por las manos del autor de Elisa, vida mía.

A partir de esta valiosa materia prima, Saura plantea una narración que sigue el hilo de la canción de José Antonio Labordeta que da título al film y que se escucha siempre solapada a las imágenes. “El recuerdo final por los muertos, la última Guerra Civil, así crecí. Dulcemente educado en tardes de pavor, conteniendo la risa, el grito y el amor”, dice la letra del cantautor. Pero su texto se podría extrapolar a la biografía del propio Saura, que inyecta vida a las viejas instantáneas gracias al diseño de sonido. Los efectos de los bombardeos, los disparos, los fusilamientos, las alarmas, las voces de gente vagando por las calles o los caminos… Y como elemento recurrente, la fotografía de una escuela franquista donde un sacerdote con sotana imparte a los niños clases de latín. Unos pupitres en los que se vuelve a sentar Saura para recordar cómo fue su vida desde los cuatro años, cuando comenzó el conflicto.

La Guerra Civil es un tema sobre el que ha orbitado parte de la filmografía de Saura. Lo ha abordado en clave metafórica (La caza, 1966), con una perspectiva psicoanalítica (La prima Angélica, 1972), incidiendo en las consecuencias que derivaron en la dictadura (Ana y los lobos, 1972) o centrándose en los momentos que precedieron a su estallido (¡Ay, Carmela!, 1990). Pero ahora lo hace situándose él mismo en la posición de protagonista, narrador silente y cineasta que se propone reordenar sus recuerdos “de horas de fuego y terror”, como reza el tema de Labordeta. Pero en lugar de plantear una historia con una estructura clásica, deja que las fotos, las imágenes y la letra de la canción se expresen con una furia calmada, convirtiéndose finalmente en un acto de aliento frente a la desmemoria.