Víctor Esquirol (Festival de Locarno)
En lo que va de temporada cinéfila, la autoría rusa (cuyas adhesiones políticas ahora se miden con lupa) se ha interesado por la idea de la resurrección, entendida menos como un milagro a celebrar y más como un horror antinatural, síntoma de males que acechan o que ya corroen por dentro. Hace apenas un par de meses, en el Festival de Cannes, Kirill Serebrennikov abría su Tchaikovsky’s Wife con el funeral del mítico compositor de El lago de los cisnes… solo que aquel muerto estaba muy vivo, al menos en el grado suficiente como para seguir atormentando a su esposa. Con esta jugada aún fresca en la memoria, ahora aparece Alexandr Sokúrov, el director de El arca rusa, que en el Festival de Locarno redobla la apuesta con Skazka, una película que parece englobar una eternidad en sus 78 minutos de duración. Para empezar, estamos ante el cuerpo de Iósif Stalin, que yace inerte en posición horizontal… hasta que el tiempo parece invertirse. De repente, la cámara le dedica un primerísimo primer plano solo para descubrir que aquello que dábamos por hecho (o terminado) nos lleva la contraria: sus labios se mueven, y sus cuerdas vocales vibran. Donde antes había quietud ahora hay movimiento; donde antes había silencio, ahora retumba una voz espantosa. De fondo, resuenan los truenos de una tormenta que se aproxima.
Y hay más: justo al lado del dictador soviético, otro cuerpo recupera las constantes vitales, y luego otro, y luego otro. Es el milagro de la multiplicación. Stalin no camina solo, sino que lo hace en compañía de Benito Mussolini, Adolf Hitler y Winston Churchill, como si Skazka se tratara de un corolario, o bonus track, de la crepuscular trilogía del poder de Sokúrov, en la que el cineasta ruso retrató a Lenin (en Taurus), al emperador Hirohito (Sol) y al líder del Tercer Reich (Moloch). Pero si aquellos eran ejercicios biográficos libres, ahora estamos atrapados en los desquiciados territorios de la fantasía, en una opresiva pesadilla de la que no podemos despertar (en momentos fugaces, vemos la imagen de un niño que duerme golpeado por el desasosiego).
Para invocar y subvertir la Historia, Sokúrov, a sus 71 años, se atreve a darle la réplica a la parafernalia digital contemporánea. En una época en la que técnicas de inteligencia artificial como Deepfake o Dall·E arman mosaicos del calibre de “Cthulhu arruinando una foto romántica con el Sol poniéndose en una playa” o “Darth Vader en un póster de propaganda soviética”, Sokúrov va más allá, hasta los niveles más profundos de un mundo onírico en el que impera la atrocidad. “Cuatro jinetes del Apocalipsis llegan a las puertas del Paraíso y…”. Este es el nudo argumental de Skazka, una película que se sitúa a medio camino entre la alegoría del fin del mundo y el chiste nihilista. Estamos ante un collage infernal en el que las arquitecturas imposibles (y muy dantescas) de Gustave Doré se hermanan con el blanco y negro espectral del material de archivo. Las estampas del pasado no son monolitos incorruptibles, sino una materia viscosa que puede ser moldeada a placer a través del doblaje (sonido) y la deformación (imagen).
En Skazka, la Historia se presenta al servicio de la voluntad iconoclasta de un artista que, una vez más, mira de frente al monstruo del autoritarismo y lo encierra en su propio infierno. Los actores (apenas dobladores) reproducen discursos emblemáticos de estos líderes políticos, pero también ponen en su boca (digitalizada) palabras de otros autores, así como del propio Sokúrov: un comentario afectivo para ese aliado, una burla para el rival en el campo de batalla, dudas que desnudan a estos heraldos de la muerte y que exponen su frágil naturaleza humana. “¿Qué será de mí? ¿Qué será de mi obra?”. Los diálogos se confunden con soliloquios de unos individuos que no quieren atender a más (sin)razones que las propias… hasta que todo se convierte en un ruido funesto que no se sabe si hace referencia al pasado o a un presente fuera de lugar.
Skazka recoge los ecos de la Segunda Guerra Mundial, que resuenan en un mundo de nuevo asolado tanto por el fantasma del fanatismo como por la concreción de sus guerras. Uno habla en alemán, otro responde en ruso, otro departe en italiano, y otro sienta cátedra en inglés, mientras un ser borroso responde en francés (a los cuatro protagonistas, los acompaña la sombra de Napoleón Bonaparte, la representación de Jesucristo y la presencia impredecible de una “Fuerza Suprema”). Todos se entienden, pues en el fondo se comunican en el lenguaje universal del sufrimiento, la miseria y la devastación. Es la comunión fraternal de las pestilencias, la reminiscencia de un trauma, o la premonición de horrores que están por venir (o volver). He aquí la terrorífica verdad detrás del falseamiento: el Viejo (o más bien Decrépito) continente es el resultado de imperios que se engullen y regurgitan unos a otros, ad eternum. Lo podría haber imaginado, también, el “Dios loco” de Phil Tippett.