Víctor Esquirol (Festival de Sundance)

Justin acaba de llegar a la gran ciudad y, como se temía, se siente desorientado, desubicado, desbordado. Mientras se instala en su nuevo hogar, nota que algo no cuadra: una puerta que no acaba de cerrar, un tablón del suelo que cruje de manera exagerada, un rayo de luz que fluctúa desafiando las leyes de la física. Fuera, el panorama no ofrece mucha más tranquilidad. De repente, el motor a reacción de un avión causa un estruendo: un anuncio, tal vez, de que algo extraordinario está a punto de ocurrir. Justin saca la cabeza por la ventana, y ahí está Aaron, relajándose en su patio (¿o es un callejón?), aunque groseramente manchado de sangre. Sin embargo, Aaron no sufre, la sangre no es suya, sino el fruto de un percance laboral “habitual”: es fotógrafo de bodas. Hace unos minutos, Justin y Aaron no se conocían, y ahora, como de la nada, va brotando lo que parece ser una amistad.

Más allá de la finca, por cierto, el mundo se cae a pedazos. Un plano general, revela unas colinas en llamas. Un helicóptero se abalanza sobre una columna de humo negro. ¿Es al Apocalipsis? De no ser así, estamos ante algo parecido. Sin embargo, en este minúsculo rincón del mundo, no importa nada más allá de lo que Aaron le cuenta a Justin: una teoría, una visión descabellada, una revelación, una reflexión que lleva a otra. Justin y Aaron se van al piso del primero, y allí siguen hablando, hasta que caen en la cuenta: esto no es un apartamento, es una madriguera. Un intrincado laberinto de túneles, de galerías apuntaladas de manera más o menos precaria, de caminos que se cruzan los unos con los otros. Una disposición infernal de rutas diseñada, a lo mejor, para atrapar a quien se atreva a explorarlas. Así opera, también, Something in the Dirt, con la temperatura febril de quien, intentando captarlo todo, acaba escupiendo espuma por la boca.

De repente, la conversación entre Justin Benson y Aaron Moorhead queda interrumpida por una molesta interferencia. Un zumbido lynchiano que a lo mejor proviene de un contador de kilowatios, o quizá de la antena parabólica que está instalada en el tejado. La cámara, al no poder elegir entre tantas opciones, se queda con todas ellas, en un montaje frenético de imágenes de aparatos eléctricos. Llegados a este punto, los diálogos y el ruido ambiente devienen partes indisociables del mismo galimatías. Y todavía quedan casi dos horas de metraje. En esta desbordante obra de cine pandémico, el confinamiento global se presenta como una plataforma de despegue hacia ninguna parte. Como si estuviéramos en Lo que esconde Silver Lake de David Robert Mitchell, pero con toques de queda y miedo al contagio: una “Los Angeles paranoid experience” definitiva. Toca asumir un encierro polanskiano, minimizando los contactos y ocupando la mente en lo que sea.

Something in the Dirt es un diario de pandemia firmado por Justin Benson y Aaron Moorhead “as themselves”: una versión doméstica de la vibrante Sportin’ Life de Abel Ferrara, una respuesta desquiciada a la alegría meta-fílmica de Miguel Gomes y Maureen Fazendeiro en Diarios de Otsoga. Al final, todo se reduce a ver cómo dos colegas intentan levantar una película en la precariedad contemporánea. ¿Es posible? “¿Y qué no se puede hacer?”, responde la dupla de autores de títulos de culto del fantástico moderno como Spring o El infinito. En tiempos de añoranza de la “antigua normalidad”, quizá solo quede el refugio de lo paranormal. Un trozo de cuarzo reconvertido en cenicero empieza a levitar, y a deformar hipnóticamente la luz que lo atraviesa. Un fenómeno tan increíble que, por supuesto, tiene que ser documentado. Porque la gente tiene que ver lo que está pasando aquí; porque, entre todos, debemos desencriptar este misterio.

Something in the Dirt se sitúa entre la lucidez científica del Mike Flanagan de Oculus y la irresponsable genialidad de Ghostwatch, legendaria emisión de la BBC que tuvo a medio Reino Unido creyendo firmemente en la existencia de fantasmas. Eco angelino de My Winnipeg de Guy Maddin, la película se enfrenta al abismo usando la cámara como arma de doble filo: el cine debe servir para dar sentido a la realidad (como apuntaba Pier Paolo Pasolini en su tería sobre el “cine de poesía”), pero al mismo tiempo no puede evitar convertirse en material ignífugo, ponerlo todo en llamas. Benson y Moorhead funcionan como una perfecta sociedad artística: uno propone una figura geométrica y el otro ve en ella un patrón de ordenación urbanística; ahora el primero se zambulle en un hilo conspiranoico de reddit, y el segundo hace resonar unas notas que crean un hilo musical que resulta familiar. El frenético intercambio de ideas lleva el film a la saturación, hasta que el glitch, la suciedad digital. En este sentido, cabe leer Something in the Dirt como un aparato meta-fílmico: un comentario de texto sobre un presente extenuante. El intento de montaje final deviene un resignado testimonio del fracaso vital (lo podría haber firmado Carlo Padial). Lo que ocurre aquí es que el sabor compartido de la derrota sabe tanto a amargura como a hermandad.