Víctor Esquirol (Festival de Rotterdam)

Una mujer es repentinamente llevada a un refugio, a un lugar supuestamente seguro donde va a tener lugar una cena… una celebración diseñada para acallar un ruido ambiente preocupante. Estamos en Tailandia y el año es 2006. En el interior, ya está dispuesto un banquete que con toda seguridad aturdirá los sentidos de los comensales. Fuera, las voces que claman contra los últimos resultados electorales se han convertido en bramidos, en un clamor alimentado por fuerzas políticas opositoras, por el poder judicial y por un estamento militar que aguarda la señal para entrar en acción. El país del sudeste asiático se halla a las puertas de un momento histórico. Y, aun así, una de las asistentes a la cena está convencida de que lo que está a punto de suceder ya sucedió tiempo atrás. De repente, la memoria la hace retroceder hasta la oscuridad de la década de 1970, concretamente hasta una noche de negrura insondable, rota por los haces de las linternas de unos soldados que buscan incansablemente al enemigo número uno de la nación. Son los tiempos de la paranoia comunista, saldados con la tortura, asesinato y desaparición de cientos de personas acusadas de atentar contra la soberanía del reino.

The Edge of Daybreak, primer largometraje de Taiki Sakpisit –que participa en la Tiger Competition del Festival de Rotterdam–, es un viaje por el espacio y el tiempo, aunque, como espectadores, podemos tener la sensación de que, durante las casi dos horas de metraje, se nos niega tanto la capacidad de movimiento como la certeza del transcurso del tiempo. Este no-recorrido está claramente anclado en dos tragedias colectivas separadas por treinta años, pero más allá de los cambios inevitables en la caracterización de ciertos personajes, el director y guionista ofrece muy pocas pistas para poder distinguir un punto del otro. El blanco y negro se impone tanto en los años 70 como a principios del siglo XXI y las pocas líneas de diálogo resuenan una y otra vez, ecos las unas de las otras, como si estuvieran suspendidas en una narración que, para mayor desesperación, no avanza en una dirección concreta. Al contrario, la no-acción de The Edge of Daybreak traza círculos que ahondan en la sensación de cautiverio, en la imposibilidad de salir de un horror que se perpetra de forma cíclica, como ya apuntaba la reflexión histórica de By the Time It Gets Dark de la tailandesa Anocha Suwichakornpong. Más que repetirse, la Historia se empeña en ser siempre lo mismo: un discurso que se copia a sí mismo, una situación terrible que nunca cambia.

Sakpisit no invoca el recuerdo, sino más bien la presencia inamovible de un Mal tan poderoso que solo puede representarse a través de lo fantástico, como suele ocurrir en la obra de Apichatpong Weerasethakul. En esta jungla tailandesa habitan monstruos: soldados que cumplen órdenes terribles de manera mecánica, pero también bestias gigantescas que lo engullen todo a su paso, y por supuesto, fantasmas que observan silenciosamente a los vivos. En el clímax de The Edge of Daybreak, tal y como anuncia el título, se oscurece la luz solar, y ya no sabemos si es de día o de noche. Del mismo modo, se funde el pasado pretérito con el más reciente, el sueño (o la pesadilla) con la realidad, las víctimas con los verdugos… la ficción cinematográfica con el documental. Ingredientes que se arremolinan en un vórtice que absorbe.

El retrato veraz de unos ancianos cuyas arrugas faciales son el relato (de dolor, de horror… pero también de dignidad) de un pueblo, se combina con el encuentro íntimo entre dos jóvenes unidos por un amor y una ternura que, de manera inesperada, se disuelven con la mirada a cámara de ella mientras él la abraza. Como si la posición de espectador estuviera sujeta a convertirse en un espectro acechante más del país donde la libertad cede una y otra vez ante la tiranía. Sakpisit congela los momentos inmediatamente previos y posteriores a una devastación que evidentemente deja huella. La atrocidad ayuda al espectador a orientarse en el espacio y el tiempo. Sin embargo, la cámara transita lentamente por cuevas, pasillos, túneles… espacios que nos deberían llevar a otros espacios, pero que en realidad nos suspenden en ninguna parte. Estamos en una suerte de limbo construido a partir de recuerdos mal enterrados, de silencios elocuentes, de gente ahogada por la culpabilidad y la necesidad de ser perdonada, de miedos susurrados por temor a ser despertados, de cuentos que lo mismo pueden ayudarnos a conciliar el sueño, como ser la causa de que pasemos otra noche en vela.

Solemne y grandilocuente, pero nunca ajena a la escala humana, The Edge of Daybreak transita entre lo íntimo y lo colectivo, conjura latigazos de belleza escalofriante y flota en melodías minimalistas, cual terapia hipnótica, decidida a ahondar en una serie de traumas que tienen que ser confrontados para que dejen de repetirse, de perseguirnos. De este modo, las elipsis que antes aparecían entre el antes y el después se concretan ahora en una serie de imágenes cuyo calado alegórico nos permite, por fin, mirar de frente al horror, poner palabras a lo inenarrable.