Manu Yáñez (Festival de Sevilla)
Tommaso supone el regreso de Abel Ferrara al largometraje de ficción cinco años después del estreno de Pasolini. Un lustro en el que, además de realizar tres documentales (Alive in France, Piazza Vittorio y The Projectionist) y un cortometraje (Hans), el cineasta del Bronx se ha afincado en Roma, se ha casado con la actriz moldava Cristina Chiriac y ha sido padre de una niña llamada Anna. Tanto Cristina como Anna aparecen en Tommaso interpretando versiones semificcionales de ellas mismas, mientras que Willem Dafoe se encarga de dar vida al alter ego del director de Teniente corrupto. Estamos, pues, metidos de lleno en las agitadas aguas de la autoficción, sobre las que Ferrara construye un espejo deformado de una realidad en la que confluyen la luz (la superación de su adicción a las drogas) y la oscuridad (sus miedos íntimos, las cicatrices del pasado). Y, entre estos dos polos opuestos, hallamos el desafío de construir una familia.
Como si se tratara de un antídoto contra la concepción de la paternidad/maternidad como un armónico camino de rosas (un ideal fraudulento capitalizado por más de un gurú de la crianza zen), Tommaso ofrece un testimonio al límite de la compleja vida familiar del protagonista, cargada de sublimes fogonazos de felicidad, pero también de obstáculos de ardua superación. Resulta difícil encontrar en todo el cine de Ferrara escenas más bellas que aquellas en las que Dafoe, irradiando una ternura fulgurante, lleva a Anna a jugar a un parque infantil y a comer un helado. De hecho, si algo demuestran los primeros compases de Tommaso es que la realidad cotidiana puede devenir un edén de afecto y aprendizaje si uno se entrega con nobleza al cuidado de los seres queridos… y de uno mismo. Así lo hace el protagonista cocinando para su mujer y su hija, cuando se entrega a los pequeños placeres mundanos (un espresso matinal, unas clases de italiano), o cuando persigue un cierto equilibrio personal mediante la práctica del yoga y la meditación (Ferrara se convirtió al budismo en el año 2007). Una feliz visión de la existencia que el director de El rey de Nueva York captura con una cámara digital que flota por los escenarios con una elegancia sinuosa, siempre atenta al movimiento, a las distancias y a las interacciones físicas entre los personajes.
Tommaso (Dafoe/Ferrara) aspira a construir para sí mismo un horizonte vital tocado por la senda de la rehabilitación; sin embargo, los fantasmas del pasado no son fáciles de domesticar. Tommaso acude a unas reuniones de alcohólicos anónimos en las que relata con emotiva crudeza pasajes siniestros de su vida. Es particularmente estremecedor escuchar a Dafoe describir con la voz entrecortada y la mirada herida el abandono de dos hijas adoptivas por parte del protagonista (Ferrara tiene, justamente, dos hijas adoptivas). Unos recuerdos que dan fe de un anhelo autodestructivo que se proyecta sobre el presente mediante actitudes neuróticas: celos irracionales, terror a la pérdida, una inclinación permanente a sentirse infravalorado… Por último, la fascinante composición de personaje que conjugan de manera simbiótica Ferrara y Dafoe se completa con el retrato de la vertiente creativa de Tommaso, que reparte su tiempo de trabajo entre la preparación de un nuevo film ambientado en un paisaje nevado (la próxima película de Ferrara lleva por título Siberia) y la coordinación de un taller de interpretación donde el protagonista enseña a sus alumnos a “encontrar el gesto de un modo orgánico”. En otro momento de gran lucidez, Tommaso advierte a sus discípulos que la actuación debe surgir de la colisión entre el control y el abandono, justamente las dos fuerzas que batallan en el interior del protagonista.
En cuanto a la estructura de Tommaso, cabe decir que la naturaleza escindida de la personalidad del protagonista halla su correspondencia en la forma fracturada del film. No es la primera ocasión en la que Ferrara trabaja con estructuras quebradas: Mary entrecruzaba relatos que transcurrían en diferentes épocas, New Rose Hotel deconstruía una realidad extrañada y Pasolini fluía con absoluta naturalidad –a la manera de un flujo de consciencia audiovisual– entre las vivencias presentes, los recuerdos y los universos ficcionales creados por el protagonista. Tommaso opera de un modo similar a Pasolini, transitando sin interrupciones entre el retrato de la cotidianeidad del protagonista y la puesta en escena de sus fantasías, sueños y pesadillas. De manera paulatina, la esfera más trastornada de la personalidad de Tommaso se irá apoderando tanto del personaje como del conjunto de la película, que desde una honestidad feroz irá revelando su condición de exorcismo existencial… y social, si tenemos en cuenta la progresiva aparición de vagabundos e inmigrantes que viven en la indigencia. Cuentan los exadictos que las recaídas suelen ser brutales, a plomo, y Ferrara no tiene dudas a hora de explorar, con su nueva película, ese tipo de hundimiento abismal. He aquí el extraordinario testimonio autoficcional de un aspirante a budista condicionado por su educación católica, de un cariñoso padre de familia acosado por sus miedos, de un artista que en su búsqueda de redención se asoma a la más simple y llana grandeza.