Víctor Esquirol (Festival de Sevilla)

Álvaro Fernández-Pulpeiro es uno de los pocos cineastas de los que se puede decir que da auténtico sentido al oficio de documentalista, entendido este como el compromiso a poner la cámara allí donde nadie más se atreve a ir. Ahora que tenemos a Werner Herzog en territorio nacional, pregonando su deseo de filmar la actividad volcánica de La Palma, no está de más recordar las palabras de Quentin Tarantino, en las que reconocía que jamás había rodado una película “de verdad”, una boutade que apuntaba hacia un cine de ficción que tenía la osadía de adentrarse en los parajes (reales) más exigentes. Tarantino citaba a Herzog a razón de Fitzcarraldo (aunque, si hablamos de volcanes, sería más pertinente citar La Soufrière) y a William Friedkin por su Carga maldita, impresionante remake de la legendaria El salario del miedo de H.G. Clouzot. El caso es que este cine “de verdad” es el que se la juega, el que entraña un riesgo (no solo artístico o financiero, sino directamente letal) para el equipo de la película en cuestión.

Un cielo tan turbio nos lleva a Venezuela, uno de los países más aislados (y por ello peligrosos) del mundo; más en concreto, a las regiones donde se marcan los límites con las naciones vecinas, allí donde se está fraguando una funesta crisis humanitaria. En el momento de la filmación del film, este es el punto en el que se encuentra la utopía bolivariana: en un impasse donde la voz de Hugo Chávez ha sido remplazada por las consignas que disparan, cada uno desde su trinchera, Nicolás Maduro y Donald Trump. Un prolongado travelling lateral tomado desde el interior de un coche conecta con las voces de ambos mandatarios, captadas por un aparato de radio. De hecho, a esto se dedica la película: a sintonizar con todas las señales, canciones y discursos más o menos inteligibles que le rodean. Renunciando a darnos (masticado) el contexto, Álvaro Fernández-Pulpeiro nos empapa con él.

Un cielo tan turbio no echa mano de títulos explicativos, o de entrevistas de cara a la cámara, y cuando se apoya en el recurso de la voz en off, esta responde desde el insondable abismo de una poesía funesta. El agua del mar es tan oscura que parece el producto de un vertido masivo de residuos industriales, las estrellas se confunden con las luces de las inmensas refinerías que ocupan permanentemente el horizonte (el que sea) y los nubarrones que surcan el cielo podrían ser en realidad el asqueroso vómito de unas chimeneas culminadas con unas columnas de fuego que no se extinguen nunca. Vale la pena recordar las Lecciones en la oscuridad de Herzog, o sea, el cine que impone la verdad a cualquier lógica, racional o sensorial. Sucede algo similar en un país cuyo suelo esconde algunas de las reservas más grandes de oro negro del mundo… y aun así, ni una gota de este crudo parece llegar a una población abocada a la supervivencia más cruda. Si en A Thousand Fires, uno de los títulos documentales capitales de esta temporada, Saeed Taji Farouky hablaba del ciclo del petróleo en Myanmar, vinculándolo a los designios igualmente cíclicos del karma, Fernández-Pulpeiro opta por convertir el aparato fílmico en canal conductor de la tormenta que le rodea.

En una carretera, un hombre cuenta unos billetes que valen más como abanico improvisado que como moneda de cambio. Un gran angular se acerca al rostro de otro hombre, reducido a la cantidad de bolívares (impresionante y paupérrima al mismo tiempo) que sujetan sus manos. A esto, y a los anuncios que vocifera. Son los maquinales cánticos de unas rutinas que engullen al individuo, que marcan su entorno, porque más allá de ellas, no puede existir nada. En Nocturno: Fantasmas de mar en puerto, el anterior largo del director gallego, el trabajo también se apoderaba de quienes lo ejercían. En Un cielo tan turbio, imperan las phantom rides, esos paseos espectrales que, en este caso, se toman a bordo de vehículos que consumen combustible, pero que también van en su búsqueda, al tiempo que lo protegen de posibles ataques de enemigos extranjeros. Por tierra, mar y aire, las amenazas y las posibilidades de dar con un botín petrolífero se adueñan de un paisaje en el que evidentemente impera el caos. Fernández-Pulpeiro se contagia y nos contagia con él, a través de la orquestación sinfónica de la tempestad sensorial que le envuelve. Esto es lo único que hay que entender: el ruido, las luces y las sombras como versos de esa lírica terrible que, sin necesidad de descodificación, ya lo cuenta todo.