Mariona Borrull (Festival La Inesperada)
En su nuevo cortometraje, titulado Una revuelta sin imágenes, la cordobesa Pilar Monsell, directora del documental África 815, nos invita a rastrear aquellas huellas “que permanecen entre nosotros”, como detalla una cartela introductoria, venidas de un pasado revolucionario en tiempos de feudalismo. Para ello, nos sitúa en el Pósito de la Corredera de Córdoba, escenario en 1652 del “motín del pan”, una de las revueltas más desconocidas de la historia de nuestro país, parte de una “larga historia de resistencias” que “corre el peligro de ser borrada”. Lentamente, como quien entrecierra los ojos para observar mejor un objeto a contraluz, Monsell barre con la cámara los espacios vacíos del Pósito, copados por la naturaleza entre paredes medio derrocadas: primero una panorámica de derecha a izquierda, y luego al revés, de izquierda a derecha. Por ahí se pasean unas pocas técnicas, que buscan algo cámara y grabadora en mano, quizá alguna señal de aquel levantamiento que convirtió el Pósito derrocado en la prueba tangible de que las revoluciones tienen el poder de cambiar las cosas. Pero ya no hay más que vacío entre viejas paredes de ladrillo, sostenidas por puntales amarillos de construcción, que, auguro, cada día acumulan más razones para desaparecer y dejar que esas ruinas mal conservadas caigan definitivamente en el olvido. Sin embargo, las mujeres están ahí, buscando.
En 1652, el pueblo cordobés se rebeló incitado por el clamor de mujeres que veían morir a sus hijos a causa de una hambruna que el acaparamiento especulativo de trigo había agudizado. Más de seis mil revolucionarios lograron recuperar el trigo de los almacenes, pero no hay, sin embargo, signos que acrediten la gesta: ni un nombre de aquellas mujeres ha quedado grabado para la historia. Sí podemos encontrar “tantos otros rostros” que los sustituyan. Son, por ejemplo, los cuadros del Museo Julio Romero de Torres de Córdoba. Monsell reconstruye, a partir de una narración en off, la cronología del levantamiento, y la ilustra con fragmentos de cuadros que cuelgan en las paredes del museo. Son rostros de mujeres que, por el aislamiento visual que propicia el plano-detalle, parecen emerger de la nada desde el negro del fondo pictórico. Sus expresiones se sitúan siempre en el registro de lo ambiguo, pero la voz narrativa, que habla de la pasión y del camino a la victoria proletaria, invita a que las leamos como figuras revolucionarias.
También están colmados de ambigüedad, pasión acallada y potencial revolucionario los ojos que observan esos cuadros, de unas visitantes que la cineasta graba mientras contemplan estáticas. Pero las “mujeres que miran a mujeres” no surgen de la nada, del negro de un fondo al óleo. Al contrario, Monsell muestra un interés evidente en la forma misma de encuadrarlas: añadiendo y sustrayendo aire del plano, solas o acompañadas, de forma más o menos frontal. Rostros envueltos solo por color, bustos en diálogo con los cuadros que decoran la sala, algún contrapicado cerrado y esculpido entre puntos de luz, un conjunto con mujeres de mirada oculta por las sombras. De hecho, la concatenación de figuras que cierra la cinta podría leerse como un recorrido por la historia fílmica del retrato femenino, de la Maria Falconetti de La pasión de Juana de Arco a la Marlene Dietrich de Shanghai Express.
Nos faltan imágenes de la revolución, pero la historia del arte está plagada de rostros que nos (con)mueven y que, a través del cine, pueden encontrar vida nueva. Parecería que las mujeres que habitan los negros dentro de los cuadros del museo, registradas por una cámara de 16mm, volvieran a moverse, visitadas por el pequeño tintinar y las imperfecciones del analógico. Bajo una nueva mirada, incluso una “mujer florero” como la que adorna el ascensor que lleva a las salas, puede volver a la vida… Quien sabe si para iniciar una revolución.