Manu Yáñez

¿Qué es Europa hoy? ¿Un continente perdido entre ciudades desérticas, fiestas imposibles de encontrar y edificios en ruinas? ¿Una ilusión atascada en las tinieblas del siglo XXI? ¿Un estado de abatimiento del que sólo podemos escapar refugiándonos en el territorio incorruptible de las caricias y los besos? Todas esas opciones se apuntan en las imágenes en fuga de Europa, la ópera prima de Miguel Ángel Pérez Blanco, una obra que nos propone perdernos en su lánguida procesión de figuras extraviadas y estampas manieristas: un esteticista retrato de la catástrofe europea. En su empeño por refugiarse en un intimismo radical, de luces artificiales –a la Philippe Grandrieux, o como si Philippe Garrel y Nicolas Winding Refn hubiese parido un hijo bastardo–, Europa deporta los signos de su discurso político a la esfera de lo conceptual. Lo más parecido a un manifiesto lo hallamos en una pregunta lanzada al aire por un extra perdido (“¿Dónde está la fiesta?”), o en la letra de una canción de baile (“Oye bien lo que está pasando / Mi pueblo está de fiesta y estamos celebrando”) que la psique politizada de este crítico imaginó como el lema feliz de una celebración antisistema a lo 15M.

Una película que transcurre en dos tiempos –las noches de fin de año de 1999 y 2017–, Europa define la esencia de su propuesta en su primer corte de montaje, cuando una frase en off (“contemplamos el futuro”) se encadena con un largo plano en el que el parpadeo de las luces de una discoteca perfilan un escenario de pura abstracción. La frase y el viaje en el tiempo podrían hacernos pensar en El futuro de Luis López Carrasco, otra radiografía conceptual de una generación perdida; sin embargo, las diferencias son casi más reveladoras que los puntos en común entre ambas películas. Allí donde El futuro se hacía fuerte en una poderosa concreción –un simulacro dolorosamente verista–, Europa apuesta por los contornos difuminados, por las imágenes difusas: las salas de fiesta, los bosques y los edificios abandonados se materializan en el límite de lo visible, en una penumbra crónica. De un interés intermitente, la película tiene hallazgos fascinantes: sublima los planos de carreteras perdidas de Lynch deformando los carriles, y se atreve a decorar lo que parecen ser las copas de unos árboles con un agónico desfile de punteros lumínicos rojos (un toque Apichatpong). Descubrimientos que compensan la inclinación a lo inerte de algunos tête à tête y la blandura retórica de ciertos diálogos (“¿Qué deseas cuando ves una estrella fugaz”?).

Filmada en un formato 4/3 que parece aprisionar a sus lúgubres protagonistas, la película rehuye la construcción psicológica de personajes y parece alérgica a lo narrativo. Lo más parecido a una historia es la fábula romántica (con sus justa dosis de nocturnidad perturbadora) que vive una pareja que se pierde de camino a una rave. En realidad, a Pérez Blanco parece interesarle mucho más la búsqueda infructuosa y la resaca de sus criaturas que la fiesta en sí misma: momentos de flaqueza anímica que los protagonistas sobrellevan arrimándose a sus partenaires o repitiendo sin cesar el nombre de sus objetos de deseo, una compulsión característica de los amores incipientes. Conductas que ponen de relieve una profunda vulnerabilidad emocional, una fragilidad que se propaga por un amplio catálogo de gestos desesperados, susurrados gritos de auxilio emocional que buscan la esperanza en los brazos del otro y en la luz del amanecer.