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NINJABABY. Yngvild Sve Flikke | Noruega | 2021 | 103 min.

¿Hasta qué punto la popularidad de la ficción televisiva está trastocando las formas cinematográficas? ¿Queda un lugar en el cine contemporáneo para el viejo arte de la síntesis narrativa? No es difícil pensar en estas cuestiones mientras se goza de la compacta, veloz y emotiva Ninja Baby, una comedia agridulce en la que la noruega Yngvild Sve Flikke cuenta la historia de una joven que debe afrontar un embarazo no deseado. Tocada por una ligereza sorprendente, la película sabe reflejar los claroscuros de la odisea vital de su protagonista sin perder en ningún momento un aura vitalista. De hecho, el film no traiciona la confianza en sus personajes ni siquiera en una escena en la que la (irresponsable) protagonista y el (egoísta) padre de su bebé reconocen ser unas “personas de mierda”. Este pasaje, como todo en Ninja Baby, se resuelve de un modo discreto, sin aspavientos, con un breve silencio compartido o una mirada cómplice. Inevitablemente, la alusión a la idea de “sentirse una mierda” invoca el recuerdo de la supuesta “película noruega del año”, La peor persona del mundo de Joachim Trier, un film que, para ilustrar la personalidad inconformista y autoflagelante de su heroína necesita construir un aparatoso andamiaje narrativo lleno de acelerones pop, episodios musicales y solemnes monólogos sobre el sentido de la existencia.

La peor persona del mundo aúna el vigor de las comedias de Woody Allen de los años 70 y la afectación de los dramas de Ingmar Bergman, y adapta este cóctel a la disposición fragmentaria y digresiva del audiovisual contemporáneo, dominado por el modelo televisivo. Por su parte, Ninja Baby abraza de un modo directo, sin pasar por los tics de la ficción serial, el humor slapstick del cine de los orígenes, las vibrantes convenciones de la comedia romántica y la irreverencia propia del cómic (la película adapta con libertad la novela gráfica Fallteknikk de Inga H Sætre). Como en Harvey, el clásico de los años 50 en el que James Stewart departía con un imaginario conejo gigante, Rakel, la protagonista de Ninjababy –una deslumbrante Kristine Thorp, la doble noruega de Jessie Buckley–, charla con una versión animada de su bebé. Este gesto podría hacer pensar que el trabajo de Flikke se decanta hacia lo posmoderno; sin embargo, la apuesta surrealista de Ninjababy es absorbida por su proceder “clásico”. El primer encuentro entre la protagonista y el hombre que la acompañará durante su embarazo –un profesor de aikido de origen indio (!)– funciona como un ejemplo elocuente del proceder de la película: Mos (Nader Khademi) intenta enseñarle a Rakel “a caer de pie”, pero termina recibiendo una coz en la napia. La comunión entre el diálogo marcadamente metafórico y el gesto transgresor, que desmonta la lógica de la situación, hubiese hecho las delicias de Howard Hawks o Preston Sturges.

Ninjababy toma como motivo central de su discurso la inmadurez de sus personajes, que ven puesta en jaque su cotidianidad indolente cuando el horizonte de la responsabilidad llama a la puerta. Contra el virus de la gravedad y el moralismo, Ninjababy hace una apuesta triunfal por el humor, e incluso cuando la comedia se difumina para dar paso a lo siniestro, la película se mantiene fiel a su mirada noble, siempre próxima a Rakel y los suyos. Sin fustigar a sus personajes ni subrayar sus intenciones, y sin alejarse ni un momento del centro de su objeto de estudio (la disección cómica del drama de Rakel), la noruega Flikke nos reconcilia con un tipo de narrativa que cada día parece más arrinconada: la ficción transparente, sintética, honesta y profundamente emocional. Ninjababy sí es la película noruega del año.

A LOVE SONG. Max Walker-Silverman | Estados Unidos | 2022 | 81 min.

El primer largometraje de Max Walker-Silverman arranca con una secuencia que ejemplifica, de un modo sintético, las virtudes de la película que está por venir. Una mujer sale de una autocaravana, a orillas de un lago. El Sol apenas ha arrojado los primeros rayos de un nuevo día. La mujer se acerca al agua y de ahí retira la que va a ser la primera captura del día. A todo esto, solo vemos su figura desde planos generales, siempre de espaldas… hasta que la luz diurna ilumina su rostro, dando pie a un primer plano elocuente. La mujer, la actriz, es Dale Dickey, y su rostro es pura verdad, de esas que no se pueden maquillar, falsear. Desde la distancia, tanto su complexión como su melena rubia podían evocar un ideal de juventud; sin embargo, su rostro, surcado de arrugas, no engaña. Las líneas que atraviesan su frente, mejillas y barbilla, son casi como los anillos de un tronco de árbol; cada una de ellas quiere contar una historia: una de amor, otra de desamor; una cómica y otra trágica.

Construido como un persistente ejercicio minimalista, A Love Song propone una reflexión sobre el carácter minúsculo del ahora frente a la inmensidad de la memoria personal, siempre proyectada hacia el futuro que nos espera. En este sentido, el film de Walker-Silverman se presenta dominado por el retrato de las rutinas que marcan el día a día de la protagonista. El montaje es siempre respetuoso y el cineasta (también guionista) esculpe cada plano sobre un tiempo presente rugoso, vivo, heredero de las esencias del Neorrealismo. He aquí un director que comprende la belleza contenida en cada instante, en cada gesto; un autor que otorga una oportunidad de oro a una actriz de larga trayectoria, Dickey, a la que hemos visto mayormente en televisión y en la piel de mujeres procedentes de la América más marginal y hostil (personajes secundarios en títulos como El juramento, Winter’s Bone, Comancheria).

Por el dibujo de su personaje central, A Love Song se puede emparejar fácilmente con la Nomadland de Chloé Zhao, aunque Walker-Silverman no necesita de la preciosista fotografía de Ludovico Einaudi para captar el espectáculo de la luz crepuscular. Del mismo modo, su apego a la escala humana del relato es lo que despertará nuestro vértigo al descubrir una bóveda celeste iluminada por millones de estrellas. Y entonces entra en escena Wes Studi (Bailando con lobos, El último mohicano), en el que debe ser uno de los pocos papeles de su carrera con nula carga racial, junto a un grupo de cowboys que se plantan en la casa rodante de Dickey para proponerle un trato. “Howdy”, saluda ella; “Howdy”, responden ellos, sin desconfianza u hostilidad, sin resquemor o segundas intenciones. Qué gusto. Así es como A Love Song confirma su condición de película-refugio, un asidero vital cargado de gestos nobles. Algunos los habría podido firmar Kelly Reichardt.

ELES TRANSPORTAN A MORTE. Helena Girón y Samuel M. Delgado | España, Colombia | 2021 | 75 min.

Eles transportan a morte, el primer largometraje de la dupla formada por la gallega Helena Girón y el canario Samuel M. Delgado ahonda en las profundidades de la Historia en busca del origen de los males que atenazan, hoy en día, a la sociedad española: el enquistamiento de una violencia de corte patriarcal, la tentación de la desmemoria y la desatención al mundo de la cultura en favor de una perpetuación de los discursos triunfalistas propugnados por nuestra Historia oficial. Para articular este cuestionamiento crítico del presente, Girón y Delgado se remontan hasta uno de los puntales históricos del imaginario hispano: la conquista de América a manos de Cristóbal Colón. Un mito, el de la expedición del Conquistador, con su tripleta de carabelas, que Eles transportan… despoja de toda épica para revelar una suerte de naturaleza criminal. La película comienza cuando un trío de hombres se lanza a las aguas para rescatar una vela desprendida de una de las embarcaciones. Convertidos en náufragos, con la vela como estandarte putrefacto, los tres hombres deambulan por las áridas tierras canarias como los testimonios fantasmagóricos de un pasado en el que no hay lugar para el honor.

En términos fílmicos, el rocoso y escarpado viaje de estos hombres –dos gallegos y un canario– trae a la memoria una serie de westerns itinerantes que, desde el mundo latino y el anglosajón, han propuesto una reescritura crítica de los mitos fundacionales de diferentes “imperios”, desde Dead Man de Jim Jarmusch a Blanco en blanco de Théo Court, pasando por la Jauja de Lisandro Alonso. Como ocurre en estos nobles referentes, el film de Girón y Delgado se expresa tanto a través de elocuentes palabras –guiadas aquí por el pensamiento antiimperialista y anticolonialista de Jules Michelet y Margarite Duras– como sobre todo mediante imágenes forjadas en la frontera entre lo físico y lo atmosférico. La memoria obstinada de los olvidados deviene la materia central de Eles transportan… Aquí, como en los cortometrajes previos de Girón y Delgado, el trabajo con un maltrecho celuloide de 16mm fulgura como un gesto político. El temblor rasgado del celuloide envejecido, caducado, se hermana con la celebración de la dignidad incorruptible de unas figuras femeninas que aparecen bien avanzado el film, mujeres que, en la era de la Conquista, debieron cargar con acusaciones de brujería y que se convirtieron en la última línea de defensa contra el genocidio cultural impuesto por el Imperio.

La inventiva visual, la coherencia conceptual y el ímpetu transgresor del que hacen gala Girón y Delgado resulta remarcable. Para evocar la cara terrorífica de la empresa de Colón, la pareja de cineastas tiñe de azul-muerte unas imágenes de Alba de América (1951) –la crónica exaltada de la peripecia del Conquistador que perpetró Juan de Orduña en 1951–, subvirtiendo su sentido original (una apropiación del material de archivo que maravillaría a Pietro Marcello). Mientras que unas imágenes de la erupción del volcán Teneguía de La Palma (filmadas por José Antonio Vías Torres en 1971) formulan una suerte de rugido terráqueo, y muy herzoguiano, en contra de las injusticias de los hombres. Así resuena esta película-exhorto que, con la autoridad que le confiere su fuerza poética y espectral, exige la relectura crítica de un pasado amenazado por la desmemoria. Manu Yáñez

EL GRAN MOVIMIENTO. Kiro Russo | Bolivia, Francia, Qatar, Suiza | 2021 | 85 min.

Todo comienza con una imponente panorámica de La Paz con sus construcciones a puro cemento, piedra y ladrillo, sin siquiera una mancha verde a la vista. El zoom nos permite identificar luego un barrio, más tarde un edificio en construcción y le sigue un paneo por ventanas de diversos departamentos. El tráfico, el ruido, pósteres rotos, el teleférico que conduce a El Alto… Ese inicio que va de lo general a los detalles se presenta como un documental deforme, una sinfonía distorsionada. De pronto, nos topamos con una protesta de mineros de la ciudad de Huanuni que exigen mejores condiciones de trabajo, entre los que divisamos a Elder Mamani (Julio César Ticona), uno de los personajes de Viejo calavera, la anterior película de Kiro Russo. Elder será uno de los protagonistas de El gran movimiento junto a un vagabundo llamado Max (Max Eduardo Bautista Uchasara) y luego encontraremos a otros personajes como Gallo (Israel Hurtado), Gato (Gustavo Milán Ticona) y la encantadora Mama Pancha (Francisca Arce de Aro). Porque la película podrá tener en principio una impronta documental a la hora de explorar las contradicciones, la arquitectura y los cambios socioeconómicos de esa ciudad tan particular que se erige a 3.600 metros, pero también tiene personajes que la recorren.

Elder va al médico a hacerse estudios, los personajes –típicos antihéroes queribles– regatean precios, bailan en una discoteca, consiguen trabajos precarios cargando cosas en uno de los tantos mercados atestados de gente, beben y beben, duermen donde pueden… Cuando la película parece estacionada en su deriva y su realismo, de pronto empieza a adquirir una dimensión fantástica. Elder cae enfermo. Una tormenta épica. Un delirante número musical. Russo nos sumerge en un ambiente que ya no nos resulta tan reconocible con un look muy particular, casi vintage, conseguido con una cámara de Súper 16mm en los meses previos a la pandemia. Una imagen difusa y granulada para unos personajes y una ciudad que parecen perdidos tanto en el tiempo como dentro de la geografía occidental. El cine de Russo sigue llevándonos por universos únicos y fascinantes. Diego Batlle

CLARA SOLA. Nathalie Álvarez Mesen | Costa Rica, Bélgica, Alemania, Estados Unidos 2021 | 107 min.

En principio, esta ópera prima de la costarricense (radicada en Suecia) Nathalie Álvarez Mesén parece un sucedáneo de La niña santa y, si bien las reminiscencias del cine de Lucrecia Martel son indudables, Clara Sola tiene algunas vueltas de tuerca que le terminan dando vuelo propio. La protagonista, que da título al film y está interpretada por Wendy Chinchilla, es una mujer de 40 años que parece más obsesionada por su yegua blanca Yuca que por interactuar mínimamente con el mundo exterior. No se sabe en principio si hay algo del espectro del autismo o si es una introspección basada en una timidez patológica y en la hostilidad del entorno. Lo cierto es que, mientras es considerada por muchos como una suerte de santa o curandera, en la intimidad familiar vive totalmente condicionada y manipulada por su controladora, despótica, conservadora y muy religiosa madre que ni siquiera le deja usar el pelo suelto y hasta se niega a operarla (“porque Dios me la mandó así”) para mejorar su precaria columna que le afecta de forma severa el andar. Así, sumisa y metida para adentro, hasta su sobrina quinceañera María tiene mucha más experiencia con los hombres que ella. Mientras Clara parece una adolescente tardía, María resulta una adulta precoz.

Cuando en el horizonte de ese universo femenino aparece la figura de Santiago (Daniel Castañeda Rincón), novio de María, se despierta en ella una curiosidad que pronto se convierte en tentación y la lleva a un proceso de autodescubrimiento y mayor conexión. En ese sentido, Álvarez Mesén maneja ese tránsito íntimo con indudable sensibilidad. Hay algunos simbolismos un poco obvios en la película, ciertos excesos pintoresquistas y dramáticos (mucha tormenta, terremotos e incendios) y algunos aspectos de la represión familiar y social que también resultan subrayados, pero la directora y su fotógrafa Sophie Winqvist Loggins consiguen en buena parte de los 107 minutos logrados climas que van de lo lírico a lo erótico en un entorno de fuerte conexión con la naturaleza. Diego Batlle