(Imagen de cabecera: “Optimism” de Deborah Stratman)

José Manuel López (Festival Curtocircuito)

Si hiciera eso que tanto nos gusta a los cronistas de buscar pautas, patrones o rimas en el bombardeo despiadado recibido por nuestros tímpanos y retinas durante un festival –es decir, si hiciera eso de tratar de imponer al caos un relato circunstancial e incompleto–, en esta decimoquinta edición del Curtocircuito santiagués habría un claro referente universal: el cosmos, el mundo y la naturaleza, representada especialmente en el primigenio y oscuro hondón del bosque. Aunque, claro, haciendo como que no iba a decirlo, al final lo he dicho, un recurso también habitual del escribidor de cosas varias. Pero, en mi descargo, en este caso la mención era especialmente necesaria porque en pocas de estas verbenas del audiovisual me he encontrado una imagen organizadora (es decir: un trabajo de programación) tan cuidada y evidente atravesando secciones competitivas e, incluso, alguna retrospectiva. Una imagen que se expandía más allá de las propias obras mostradas y acogía al espectador del Curto desde su entrada a la sala pues la cabecera (y toda la imagen gráfica) de esta edición del festival era precisamente una tropical fronda selvática.

Y tres días (y sus correspondientes noches) entre la espesura del bosque dan para mucho: para encuentros inesperados con lo salvaje, siniestros y asustadores algunos, deslumbrantes y maravillosos otros. Y dan también, por supuesto, para encuentros con el paisaje de lo convencional, de lo roturado y lo cultivado, el que muerde los contornos de la floresta icónica y amenaza con convertirla en un parque (o, lo que es peor, en el jardín de una urbanización). Pero vamos con los primeros, que son los únicos que importan: los encuentros con el pensamiento salvaje en el sentido que le otorgaba Lévi-Strauss, no como opuesto al pensamiento científico, sino como todo acercamiento a la naturaleza para estudiarla, comprenderla o simplemente observarla sin tratar de someterla ni domesticarla.

En «Explora», la sección más cercana a búsquedas experimentales, Alberte Pagán se adentra en el continente australiano en busca del Uluru (2018), el monte sagrado de la la comunidad indígena Anangu. Aceptando su misterio e inaccesibilidad (su escalada será prohibida definitivamente en 2019), Pagán descompone su imponente figura desde la distancia, en furiosa sucesión de planos interseccionados. La cineasta danesa Pia Rönicke ha trabajado en los últimos años sobre diferentes herbolarios y colecciones botánicas en tanto que archivos naturales que, por ello mismo, se convierten también en una construcción, en un relato que trata de catalogar la naturaleza. En Word for Forest (2018) se acerca a un bosque primordial cuidado por la comunidad de Santiago Comaltepec en México, en busca del origen de la semilla de un árbol que fue llevada desde allí al Jardín Botánico de Copenhague en 1842. El resultado es una inmersión en la diversidad y los sonidos del bosque, filmada en 16mm y acompañada por los relatos en off de los guías indígenas.

“Les garçons sauvages ” de Bertrand Mandico.

En Optimism (2018), Deborah Stratman nos lleva al lejano norte canadiense, a la mítica Dawson City, en el territorio Yukon que, como tantos escenarios del Western, se ha convertido en un lugar mítico a la par que geográfico, construido sobre su propia leyenda excavada por los buscadores (de oro, de vidas y de fotogramas). Bertrand Mandico, creador inagotable al que se le dedicó una de las retrospectivas, transita todo tipo de tangentes míticas y numinosas en su cine mistérico, desde la extraña isla de Les garçons sauvages (2017), su primer largometraje tras infinidad de cortos, hasta los parajes helados y ventosos de Islandia por los que camina un trasunto espectral del artista marginal Henry Darger en Lif og daudi Henry Darger (2010), pasando por Le résurrection des natures mortes (2012) que se adentra en el trasfondo animista del bosque. En este corto, su actriz habitual, Elina Lowensohn, recoge animales muertos que encuentra entre la espesura para devolverles de nuevo el ánima y la vida, animando sus cuerpos como Mandico, cual antiguo chamán o moderno Prometeo, anima su imagen, fotograma a fotograma.

O como el Dios de los estoicos animó el universo en los primeros días. Porque para la escuela estoica, que no distinguía claramente entre materia y espíritu, entre Naturaleza y Dios, el universo era un «todo» perfecto formado por esferas concéntricas en cuyo centro, inmóvil por y para siempre, se situaba la Tierra. Y es también una creación cósmica la que, a su modo, plantean Takashi Makino y Manuel Knapp en At The Horizon (2017). Al comienzo, como en otras obras de Makino, todo es oscuridad: un universo de ruido digital, polvo y partículas primigenias sobre las que aparece –con eclosión de cuerdas y cimbales en la banda sonora– un horizonte digital, poliédrico y cambiante, que evoluciona, una y otra vez, hacia la disgregación. Al fondo, nubes de tormenta se superponen a la ventisca y, en primer término, segmentos de planos en 3D se deshacen y transforman, formas geométricas irreconocibles que evolucionan en una mutación que se diría infinita, acompañadas por el crescendo ensordecedor e inarmónico en la banda de sonido. Como si dos planos se superpusiesen: el ruido primordial y caótico del universo y el intento de orden de la creación humana. Las películas de Makino suelen describirse como abstracciones cuando, en realidad, son figurativas porque desean salvajemente la figura, aunque después nunca lleguen a figurarla del todo, a extraerla por completo del caos originario del universo. En cualquier caso, su obra es siempre un viaje sensorial extremo y de una belleza conmovedora, de las pocas experiencias sublimes que pueden experimentarse todavía en una sala de cine y solo en una sala de cine.

En «Radar», otra de las secciones competitivas del Curto, Réka Bucsi nos llevó de vuelta a las profundidades del cosmos. En Solar Walks convierte al universo en el patio de juegos de una serie aparentemente infinita de criaturas que ensamblan, moldean y colorean lo existente, sirviéndose de una bella mixtura entre animación 2D y 3D para dibujar un viaje heredero de la psicodelia naíf del Submarino amarillo (George Dunning, 1968) o de la imaginación fantástica de El planeta salvaje (René Laloux, 1973). Y Don Hertzfeldt, el grandioso animador norteamericano, nos proyectó a través del tiempo en World of Tomorrow Episode Two: The Burden of Other People’s Thoughts que, sin llegar al deslumbre de su primera parte World of Tomorrow (2015), continúa con el entrañable personaje de Emily Prime, la niña que recibe insistentes visitas de sus yoes futuros que le muestran un mundo que, debido precisamente a sus avances tecnológicos, está a punto de borrarse, corromperse y disolverse de nuevo en el caos primordial.

“Expression of the Sightless” de Jessica Sarah Rinland.

Y para el final he dejado el que ha sido mi descubrimiento personal de esta edición, la cineasta anglo-argentina Jessica Sarah Ridland a la que se dedicó la sección «Pulsar» y que nos llevó, en cada una de las tres sesiones dedicadas a su filmografía, a lo más hondo de los bosques, del parque londinense de Hampstead Heath, de los Esteros del Iberá, el segundo pantano más grande del mundo, o de un simple «pozo en la vereda» al que dedica Darse cuenta (2008), una delicia de apenas dos minutos de duración con una profundidad comparable a la del propio socavón en la acera que se traga una y otra vez a la narradora. Siempre ataviada con su Bólex, en Bosque (2008) captura la impresión de unas tierras comunales en Inglaterra, mezclando color y blanco y negro, en absoluto silencio, y con un excelente montaje entrecortado. La multiplicidad de cortes y duraciones, la cámara que nunca permanece estática y el silencio alejan a esta breve pieza de cinco minutos de la mera «contemplación sensorial» de tanto cine experimental registrado en fílmico. Ridland da forma (elíptica) a un posible relato con la aparición final de maquinaria industrial y un claro en el bosque donde antes había árboles. Black Pond (2018), su última obra hasta la fecha, es el resultado de dos años filmando a los miembros de la Sociedad de Historia Natural de Elmbridge, en el sur de Inglaterra. Estos apasionados estudiosos de lo natural acompañan a la cineasta por estas tierras comunales en las que paseó y jugó cuando era una niña. Ridland filma este mediometraje casi como un falso POV (“Point of View”): no vemos los rostros de las personas sino sus manos, buscando así adentrar al espectador en este recorrido por el wilderness, en la dimensión sensorial del paseo natural, asaltado constantemente por fragmentos perceptivos que se cuelan por y a través del montaje. Hay un plano que se repite, por ejemplo, en multitud de ocasiones: unas manos tocándolo todo, murciélagos, hongos, polillas, árboles… Una experiencia palpable que recuerda al ciego tocando una escultura en Expression of the Sightless (2016), otro de los cortos de su filmografía.

Aunque los naturalistas –junto a las tierras, los bosques, la flora y la fauna– son los protagonistas de este mediometraje de 42 minutos, Ridland decide no filmar nunca sus rostros. ¿Por qué? Quizá por el deseo de universalizar a estos individuos para que pasen a representarnos a todos. Y que lo hagan, además, en una nueva relación con la tierra que recupere el viejo sueño de comunión con lo natural y de justicia en su explotación comunal. Y así lo confirma la cita que cierra Black Pond del comunero, activista y revolucionario inglés Gerard Winstanley que en el siglo XVII escribió: “La Tierra debe convertirse en un tesoro común que dé sustento a toda la humanidad, y no a personas concretas [los terratenientes]. Odio a nadie. Amo a todos”.