Puede que Boyhood de Richard Linklater y Luces de la ciudad de Charlie Chaplin no sean los primeros títulos en los que uno piensa cuando se enfrenta a la secuela de Dos tontos muy tontos; sin embargo, desde el minuto uno de película, los hermanos Farrelly proponen una reflexión –macarra, claro está– sobre el paso del tiempo y la llegada de la vejez. Aunque a los puristas de la comedia les pueda dar un síncope, no tengo inconvenientes en reconocer que el (magistral) gag del tatoo de un smiley que ha perdido su sonrisa por la flacidez de las posaderas de Kathleen Turner me recordó instantáneamente a aquellos planos de Luces de ciudad en los que atisbamos unas arrugas incipientes en el rostro de Charlot. 25 años después, las estúpidas y escatológicas payasadas de Jim Carrey y Jeff Daniels parecen un poco pasadas de moda –no podía ser de otra manera–; sin embargo, el espíritu proletario y la genuina ternura que siempre acaba triunfando en el cine de los Farrelly permanece vivo e intacto. No quedan tantos directores que aboguen descaradamente por un cine de la felicidad. MY

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