Fernando Bernal (Festival de San Sebastián)

Las leyendas que se transmiten entre generaciones, la naturaleza, el misterio, el influjo espiritual de la religión, la muerte, la necesidad de mantener viva la memoria, la magia, la música, la vinculación con la tierra donde se nace, las complejas relaciones familiares, el amor frustrado, el magnetismo telúrico de la tierra, el sexo o la persistencia de un punto de vista femenino (y adolescente) son algunos de los elementos que conectan, como un cordón umbilical, El agua de Elena López Riera y Secaderos de Rocío Mesa. Dos films que, desde la programación del Festival de San Sebastián, alumbran la presencia de dos narradoras dentro del panorama cinematográfico nacional.

Tras una notable y estimulante trayectoria como cortometrajista, López Riera concursa en la sección Zabaltegi, tras su paso por la Quincena de Realizadores de Cannes, con El agua, un film en el perviven muchos de los elementos que constituían su obra previa, comenzando por la presencia de su tierra natal: Orihuela, la localidad alicantina situada en la Vega Baja del Segura. Aquí, la cineasta rescata las competiciones de palomas pintadas sobre las que ‘volaba’ Los que desean (2018); el poder de las tradiciones y los relatos que aparecía en Las vísceras (2017); y el concepto de eterno retorno diletante al hogar –basado en su propia experiencia– que cimentaba su primer trabajo, Pueblo (2015). Un gesto autorreferencial que sustenta la personalidad de su ópera prima, una de las películas más singulares, emocionantes, personales y rotundas que se han podido disfrutar esta temporada. Y no solo dentro del cine español.

La tradición del lugar habla de una leyenda en la que una joven que se iba a casar sintió que el agua “se le metía dentro”. Era la llamada del río, la forma en la que este declaraba que se había enamorado de la mujer y que su destino sería desaparecer entre sus aguas. De esa chica nunca más se supo y la historia se transmitió, entre mujeres, hasta llegar a nuestros días. Con este elemento mítico como coartada, López Riera sitúa en el paisaje alicantino a una adolescente que vive junto a su madre y su abuela, y que siente que en ella se puede repetir la leyenda. La cineasta plantea el film como un esquivo coming of age levantino, fijándose en la vida cotidiana de la joven (excepcional Luna Pamiés, una de la magníficas no actrices y actores que acompañan a las profesionales Nieve de Medina y Bárbara Lennie), en su trabajo en el bar familiar, y en su tránsito por afters y raves, dos escenarios nocturnos, lisérgicos y catárticos. Sin embargo, este entramado narrativo no deja de ser un velo que permite vislumbrar muy pronto los secretos metafóricos que esconde, como un preciado tesoro, el film.

El agua se desborda de forma mágica, como la propia mística que corre por el cauce del río, hacia territorios insospechados. El retrato de una cotidianeidad adolescente repleta de incertidumbres se abre a una meditación sobre la necesidad de liberarse de una Historia de sometimiento femenino. López Riera condensa el mensaje político a través de imágenes hipnóticas, por momentos de una exuberante luminosidad, y otras veces fantasmagóricas. Se trata de un ejercicio fílmico en el que conviven la representación naturalista, lo fantástico y el testimonio documental, contenido en secuencias de riadas grabadas con móviles y en los testimonios de mujeres que, a través de los relatos legendarios, evocan sus miedos y sus deseos.

Por su parte, Secaderos de Rocío Mesa, que se presenta dentro de la sección New Directors de San Sebastián, se mueve en otros parámetros, aunque maneja elementos similares desde su punto de partida. En su caso, el elemento fantástico tiene forma corpórea y se materializa en la aparición de un ser –una suerte de avatar de los habitantes del lugar– que nace y se alimenta de los secaderos de la Vega de Granada, la zona de la que es originaria su directora, residente en EEUU. Mesa debuta en el campo del largometraje de ficción, después de firmar el documental Oresanz (2013), tras una carrera marcada por su acercamiento a lo experimental, algo que se percibe en el tratamiento tanto de los paisajes (áridos y luminosos) como de un relato que explora, de forma poética, la difícil supervivencia del mundo agrícola.

Como en El agua, aquí también hay un personaje adolescente que representa la mirada de la directora. Una joven que trabaja en el campo junto a su familia y que, al igual que en la película de López Riera, sueña con abandonar un día ese lugar para disfrutar de otra vida. A su presencia se suma –en un juego de contrastes, pero también de espejos que reflejan distintas visiones del entorno– la aparición de una niña que llega a la provincia de Granada para pasar las vacaciones junto a sus abuelos. Sobre estas dos figuras femeninas –sobre sus anhelos, su forma de enfrentarse con el entorno y su relación con sus familias– construye Mesa una película que sabe asentarse sobre el misterio y la emoción, aun cuando cae puntualmente en los lugares comunes del drama iniciático. Así, en Secaderos, confluyen el dolor por una pérdida que resquebraja una infancia idílica y la angustia que despierta en la adolescencia la forma de vida de los adultos.