Carlota Moseguí
Paradise, el debut del cineasta iraní Sina Ataeian Dena, es el primer volumen de una trilogía sobre “el fantasma de la violencia”, un concepto que, en palabras del autor, “es legitimado por la misma sociedad al regular o aprobar ciertos patrones violentos que nunca llegan a ser discutidos”. La existencia de dicho concepto se explica a partir de la pasividad o la sumisión de las víctimas, y la falta de un cuestionamiento de las tradiciones u otras normas no escritas. Ataeian Dena sitúa el epicentro de este fenómeno antropológico en su país natal, escenario del primer episodio de su trilogía. Paradise está protagonizada por una veinteañera desganada, Hanieh (Dorna Dibaj), que trabaja como maestra de primaria y que no es consciente de la mala influencia que ejerce sobre el sector más indefenso de la población iraní: las niñas pequeñas. La amargada docente castiga severamente a sus alumnas cada vez que éstas realizan un acto considerado indigno contra el régimen; por ejemplo, pintarse las uñas o no colocarse el hiybab adecuadamente. Como mujer, Hanieh no comprende el mundo que la rodea. Aunque la joven lleva a cabo pequeños actos de rebeldía como fumar en público, raparse la cabellera o escupir a los hombres, Hanieh continúa siguiendo las reglas y fuerza a sus estudiantes a obedecerlas sin cuestionamiento alguno.
Día tras día, la bella protagonista esconde su hastío vital tras unas gafas gigantes y un oscuro chador. Hanieh quiere dejar de dar clases en los peligrosos y pobres suburbios de Teherán para empezar a trabajar en la capital. Sin embargo, su traspaso se ha detenido por culpa de un kafkiano imprevisto burocrático. Su conformismo y su silencio se acentúan gravemente, igual que ese intermitente malestar que la conduce hacia un punto de no retorno. Hanieh deambula como el vampiro de A Girl Walks Home Alone at Nigth por una ciudad mortuoria, rodeada de grafitis de banderas americanas donde las barras se convirtieron en misiles y las estrellas en calaveras. Con un sutil e implacable humor negro, Ataeian Dena elabora una sátira tan brillante como políticamente incorrecta sobre una sociedad abatida, cuya resignación destruyó su última oportunidad de recuperar las libertades que les fueron arrebatas. Pese a estar rodada sin el consentimiento del gobierno iraní, Paradise cuenta con el apoyo económico y legal de Yousef Panahi, el productor habitual –y hermano– de Jafar Panahi. Si Paradise se alzara con el Leopardo de Oro en Locarno tras el indiscutible triunfo de Taxi en la Berlinale, ambos galardones consagrarían la excelencia y ensalzarían el reto propuesto por el cine iraní contemporáneo.
Una fatídica decapitación con un cañón filmada en un prolongado plano secuencia anticipa la perversidad imperante en el segundo largometraje del argentino Benjamin Naishtat. Aunque hemos descubierto El movimiento en la segunda jornada de certamen, tenemos pocas dudas acerca de que este estilizado western de ecos policíacos se convertirá en una de las mejores películas de la presente edición de Locarno. El director de Historia del miedo sitúa su nuevo film, una verdadera obra maestra, en La Pampa durante el anárquico y oscuro siglo XIX. Presentada en la sección Cineasti del Presente, El movimiento describe en primera persona la alterada percepción de la realidad de un hombre que es víctima de su demente obsesión por aniquilar a los bárbaros. Se trata de una misión que sólo tendrá éxito si recauda el número de hombres necesarios para hacer resurgir de las cenizas un antiguo partido político llamado “El Movimiento”.
Un extraordinario Pablo Cedrón encarna una suerte de versión argentina del Klaus Kinski de Aguirre, la cólera de Dios o Fritzcarraldo. Como todo conquistador, el protagonista de este film lucha por erradicar la violencia generando más violencia, una ola de crímenes que la cruda road movie de Naishat ilustra con el mismo (y exquisito) blanco y negro que maquillaba el salvajismo de El abrazo de la serpiente. Además, la limitación de la paleta cromática no es la única restricción formal que advertimos en la película. El movimiento fue rodada en formato 4:3, igual que Jauja de Lisandro Alonso. Dos fábulas poéticas y pesadillescas hermanadas por una reimaginación del cine de género.