(Imagen de cabecera: The United States of America de James Benning)
Víctor Paz (Viennale, Viena)
En 1975 James Benning filmó junto a Bette Gordon The United States of America, una película que cruzaba el país de este a oeste desde Nueva York a Los Angeles. Hacían el viaje en coche y desde la posición del copiloto accionaban una cámara Bolex que ajustaron en el centro del asiento trasero para rodar lo que se veía a través de la luna delantera mientras conducían. Esa cinta es un relato atemporal de lo que es América, construida a través de sus carreteras y con el éxodo hacia el Salvaje Oeste como mito fundacional de la nación. Pero también estaba anclada al presente con urgencia, a través de las retransmisiones de radio, con discursos criticando la guerra de Vietnam.
El film se recuperó digitalizado hace un par de años y Benning, al verlo en televisión, se dijo que iba siendo hora de hacer un remake. Esta fue la palabra específica que utilizó en la presentación de The United States of America, versión 2022, proyectada esta semana en el mítico Filmmuseum de la capital austríaca durante la Viennale (20 de octubre – 1 de noviembre). La afirmación es irónica, pero no está lejos de la realidad. Este nuevo film de idéntico título se compone de 52 planos de 1 minuto 45 segundos cada uno. Son todos vistas generales fijas de paisajes, que representan lugares muy específicos de cada uno de los estados de su país. Hay dos secuencias extra para Puerto Rico, como territorio no incorporado de los EE.UU., y para Columbia, que es un distrito, donde se encuentra la capital. A Benning también le gustaba la idea de tener tantos planos como número de naipes en una baraja. Si rompemos el mazo y nos ponemos a repartir, la edición de tales cartas podría haberse pergeñado por el método del cadáver exquisito, pero conforme avanza el largometraje, nos damos cuenta de que los estados salen en orden alfabético.
Pese a las evidentes diferencias entre ambos films, The United States of America, en sus variaciones de 1975 y 2022, propone un retrato del país con herramientas comunes. Si en la más antigua los autos eran protagonistas, aquí apenas salen en los planos. No obstante, escuchando atentamente el sonido ambiente, podemos comprobar cómo se cuelan en cada escena, adivinándose carreteras próximas. Benning decide capturar espacios industriales, a veces abandonados o decrépitos, pero también capta la belleza bruta de la naturaleza en desiertos, océanos y montañas. En varios de los estados incluye discursos que parecen salidos, de nuevo, de esa radio que lo acompaña en su periplo. Las fuentes son diversas, tanto puede hablar Alicia Keys como Gregory Peck, John Trudell o Dwight D. Eisenhower, por citar solo a algunos. También pone canciones que han sido reapropiadas por motivos políticos, como el Imagine de John Lennon o This Land is Your Land, de Woody Guthrie. Con esto Benning da cuenta de la maraña de voces que componen el relato de Estados Unidos como nación. Él solo ofrece su versión de forma honesta, porque intentar ir más allá resultaría infructuoso y megalómano.
A través del orden de los estados y estableciendo conexiones entre algunas secuencias –y con su propio cine previo– el realizador juega con la expectación para que el público construya el discurso crítico de la película. No conviene revelar una aclaración de los créditos, pero al leerlos toda la cinta pasa a ser reconsiderada y se convierte en un ataque a la idea de que el cine documental puede ser objetivo. Benning prueba como mirada y montaje son las principales herramientas para retratar la realidad con el respeto que se merece, pero también pueden resultar grandes mecanismos de manipulación.
Sharon Lockhart es de la misma estirpe que Benning. En su último trabajo, Eventide (2022), se acerca a una playa en la provincia sueca de Gotland para capturar el inicio de la noche. Durante media hora asistimos, en un plano fijo general, a la gradual llegada del crepúsculo. Varias estrellas fugaces surcan el cielo. Sobre la arena, surgen figuras que parecen buscar algo en el suelo, iluminando la escena aquí y allá con sus teléfonos móviles. Lockhart ofrece con este grupo de danza contemporánea una coreografía lumínica de gran belleza, el inspirador paisaje hace el resto.
Aunque el ejercicio puede parecer muy sencillo, lo cierto es que requirió de una enorme precisión y de mucho trabajo en la sala de montaje. El sonido se grabó allí, pero no es directo. El ruido de las olas o de los bailarines rasgando con sus botas la vegetación, acaba por construir una cadencia hipnotizante que acerca el film a la meditación trascendental. La banda sonora, mínima, compuesta de tres tonos electrónicos que puntúan la cinta en momentos muy concretos, actúa de forma subliminal, permeando el subconsciente.
Aunque Unrest (Cyril Schäublin, 2022), en contraposición a los dos trabajos anteriores, es narrativa, destila la misma calma. Se sitúa en una pequeña población del Jura suizo en 1877, con una fábrica de relojes en torno a la que gira toda la narración. El conflicto arranca con la llegada de un cartógrafo ruso que viene a diseñar un nuevo mapa de la región. De ideología anarquista, este documento vendría a desdibujar las fronteras del estado, con la convicción de que esa carta se acercará más a la tradición del pueblo que representa. Es la primera de las diferencias que se apuntan entre un grupo de trabajadores y las autoridades políticas y la burguesía empresarial, que parecen vivir en mundos paralelos. Pero esto se evidencia más con la convivencia de cuatro horarios diferentes que rigen la vida de la comunidad, separados por un margen de escasos minutos. La iglesia toca las campanas a una hora, pero en la oficina de correos los telegramas dictan otros tiempos. La fábrica impone las jornadas de trabajo según sus propios criterios, mientras que el ayuntamiento realiza anuncios siguiendo otro. Estamos tan acostumbrados a medir el tiempo de una forma tan exacta, que nos olvidamos de que no hace tanto que estos precisos dispositivos existen. Unrest nos traslada a los inicios de esta industria, en un ambiente en que se hablan distintas lenguas y donde coexisten ideologías conservadoras que imponen el nacionalismo con otras pujantes de ascendencia socialista. Este valle es el melting pot de finales del XIX, una olla en la que se estaba cociendo una nueva identidad europea.
Schäublin decide retratar todo esto con impresionantes tableaux vivants y conversaciones entre los diferentes grupúsculos que componen esta comunidad, en las que sí usa un lenguaje más tradicional de plano-contraplano, con una delicada y devota aproximación hacia la recreación de la época. Otros momentos de la película muestran con todo lujo de detalles, en tomas muy próximas a los objetos, la construcción de estos relojes. El título original de la cinta, “unrueh”, hace referencia a un término muy técnico de difícil traducción. Se trata de una pieza del reloj que permite que este nunca se pare, dando la hora exacta. La protagonista, Josephine, se dedica a instalarlos en la fábrica.
Unrest recuerda a veces, en sus partes más literarias, al cine de Jean-Marie Straub y Danièle Huillet, o a las películas de época de Raúl Ruiz. En sus composiciones más pictóricas, podríamos encontrar algo de Roy Andersson. Sin embargo, es una figura literaria, coetánea de la que época que se retrata, la que viene más a la mente: Émile Zola. Como el escritor francés, Schäublin logra componer un relato poliédrico de ese momento, en un film muy coral en el que quedan recogidos con naturalismo todos los estamentos de la sociedad. Sin basarse en un libro concreto del escritor, podríamos decir que Unrest es la mejor de sus adaptaciones a la gran pantalla.