Violeta Kovacsics (Festival de Berlín)

Le grand chariot es una película sobre la transmisión. Hay padres, abuelas, hijos, hermanos y bebés. Además, el teatro de marionetas que conduce el personaje interpretado por Aurélien Recoing se presenta como un negocio familiar, compartido con sus tres hijos. La descendencia en la ficción lo es también en la vida real: son Louis, Esther y Lena Garrel, los tres hijos del director de la película, Philippe Garrel. Sus nombres son también los de los personajes. Así toma forma una intersección entre realidad y ficción, entre arte y familia, que ha marcado gran parte de la obra del director de Les Amants reguliers, que a lo largo de los años trabajó con Maurice (su padre), Louis (su hijo) o Brigitte Sy (su exmujer).

En el cine de Garrel, la vida impregna la ficción, o la ficción no es más que una continuación de la vida. Es desde esta perspectiva que debe observarse Le grand chariot. Se trata de una película sobre la vida y la muerte, no solo de los seres queridos, sino de una forma de hacer arte. En Le grand chariot hay titiriteros, actores y pintores, todos ellos con sus expectativas y precariedades. En su encuentro con el teatro, el cine, históricamente, ha hallado un modo de reflexionar sobre su propia naturaleza, y el nuevo film de Garrel no supone una excepción. A través del teatro de marionetas, el autor de El nacimiento del amor radiografía su propia praxis fílmica. Cuando la película plantea cómo el espectáculo de títeres, un arte en desuso, se confronta a un presente cambiante, en el fondo el director está pensando en cómo habita el presente él mismo, que comenzó a hacer un cine experimental en torno al mayo del 68.

En Le grand chariot –que acaba de presentarse en la Sección Oficial de la Berlinale 2023–, hay un diálogo constante entre generaciones. La abuela recuerda anécdotas de sus padres, mientras que la hija menor le cuenta a la abuela de las manifestaciones feministas. El presente se impone (es curioso que Garrel entienda el feminismo como algo eminentemente contemporáneo), y el espectáculo artesano parece un vestigio del pasado. “¿Por qué hay que ser moderno? Los textos clásicos son modernos. Lo clásico es la resistencia”. Estas frases las pronuncia Esther, pero definen perfectamente el lugar de un cineasta atravesado por el tiempo.

En el cine de Garrel siempre hay algo que no se ve, ya sea porque queda fuera de campo o en elipsis. En Le grand chariot, la enfermedad, por ejemplo, se anuncia en fuera de campo, cuando la cámara pasa de situarse detrás del telón a hacerlo en el patio de butacas, donde los niños contemplan un espectáculo que acaba abruptamente. Algo ha sucedido, porque además las sirenas de una ambulancia resuenan a lo lejos. Con el tiempo que avanza se va revelando precisamente qué es la transmisión, qué hacer con las tradiciones familiares, o cómo en verdad el mejor legado es que la vida sigue.

En su manera de proceder, sumando capas, temas y generaciones, como un organismo en movimiento, el cine de Garrel se asemeja al de Hong Sang-soo. Pienso, por ejemplo, en El hotel a orillas del río, una película en la que la muerte irrumpía en el imaginario del cine de Hong, introduciendo así una nota diferente en su filmografía. Es cierto que la muerte habita desde hace tiempo el cine de Garrel, al menos, desde la desaparición de Nico, presente a partir de entonces como un fantasma. Sin embargo, hay algo nuevo en Le grand chariot, una obra que, con su aliento crepuscular, emerge como una bellísima carta de un cineasta a sus hijos y a las generaciones más jóvenes.