Pese a lo categórica que pueda parecer la siguiente afirmación, el año 2013 vivió la despedida de dos de los más grandes cineastas de animación de toda la historia del cine. Ambos provenían de Japón y de un mismo estudio (Ghibli) y decidían retirarse con el pincel bien en alto. Uno era Hayao Miyazaki, que anunciaba su jubilación tras el estreno de El viento se levanta; el otro era Isao Takahata, que también decía adiós con El cuento de la princesa Kaguya. Si el primero optaba por un melodrama en tiempos de guerra alejado (en parte) de sus intereses fantásticos, el segundo se basaba en un cuento popular japonés que partía de unos trazos simples para llevar a desvanecerlos en la nada (y en el todo) del lienzo en blanco. De algún modo la última película de Takahata remite a la “Piedad Rondanini”, la última escultura de Miguel Ángel y aquella de la que Georg Simmel aseguraba que ya no había “ninguna materia contra la que el alma tenga que defenderse. El cuerpo ha renunciado a la lucha por su propio valor; los fenómenos carecen de cuerpo”. Allí tanto Cristo como la Virgen se encontraban totalmente unidos por un mismo cuerpo fundido; aquí el trazo se pierde en el movimiento. Así, el sencillo relato del cortador de bambú se evapora para llegar a una de las abstracciones más puras que haya dado el cine, de animación o no, reciente. ER.

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