Marcando distancia respecto a los llamativos juegos especulares y laberínticos que han definido su estilo, asordinando el trabajo con las cronologías confusas, Hong se asoma en El hotel a orillas del río a una suerte de neoclasicismo extrañado en el que las rupturas formales se inscriben en un flujo narrativo transparente. Para apreciar la grandeza de esta invernal y crepuscular película, nada mejor que concentrar la mirada en el más discreto y endiablado de sus recursos expresivos: la imagen de un personaje que despierta o que, en una variante intrigante, emite ligeros gemidos mientras duerme. No es la primera ocasión en la que Hong tantea los efectos brumosos e ilusionistas de lo onírico, pero la figuración de esta estrategia nunca había tenido el efecto penetrante que alcanza en El hotel a orillas del río. Por su parte, al situar en uno de los centros neurálgicos del film a un hombre mayor que entrevé el horizonte de la muerte, Hong se adentra en ese territorio que dio sustancia y fama a la obra de Ingmar Bergman. Y sin embargo, mientras el cineasta sueco desplegaba un discurso marcadamente premeditado y conclusivo, Hong no deja de abrir posibilidades y sentidos, en gran medida a través de su impagable don para la hibridación de tonos y registros, de lo cómico a lo dramático, de lo ridículo a lo sublime. Manu Yáñez

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