Víctor Esquirol (Festival Punto de Vista, Pamplona)

Desde los años cincuenta del siglo pasado, la pequeña población japonesa de Minamata quedó para siempre ligada a una terrible patología que fustigaría, durante varias generaciones, a buena parte de su población. Una dolencia que, hasta aquel momento, era desconocida para la medicina, y que, para mayor desgracia, fue causada por la mano del hombre, encarnada aquí por la empresa química Chisso, responsable de verter en el mar ingentes cantidades de metilmercurio. Los síntomas de la enfermedad convertían el propio cuerpo en una prisión: daños neuronales irreversibles, entumecimiento extremo de los sentidos, deformidades musculares… Este es el desolador panorama en el que el documentalista japonés Kazuo Hara instala al espectador durante seis horas. Su nuevo trabajo es un larg(uísim)ometraje que bien podría verse como la cumbre de su filmografía, no solo por la envergadura del proyecto, sino más bien por la contundencia con la que el cineasta da forma al sentimiento de derrota, eje central tanto de su obra como de la identidad nacional nipona desde la eclosión de la Segunda Guerra Mundial.

Tanto en Extreme Private Eros: Love Song 1974 (1974) como sobre todo en El ejército desnudo del emperador sigue marchando (1987), Hara plasmó y paladeó el insoportable sabor de la derrota. Primero en un ámbito estrictamente íntimo y personal; después a través de las iracundas acciones de protesta de Kenzo Okuzaki, un veterano convertido en “pobre diablo” a razón de su pelea contra una sociedad que, en la década de 1980, todavía se refugiaba en un relato de la Segunda Guerra Mundial que omitía sus pasajes más oscuros (por dolorosos, vergonzosos, repulsivos). En cualquier caso, tanto a la hora de mirarse al espejo como hacia los demás, Hara chocaba violentamente contra una forma perversa del pacto social. En Minamata Mandala, el cineasta se compromete con unas gentes que llevan décadas condenados por la avaricia y la mala praxis de las corporaciones, un lastre al que se suma la ineptitud, miedo y negligencia de la administración pública. En la película, una persona pregunta: “¿Por qué no votaste en contra?”. La respuesta: “Porque todos me estaban mirando”. Hoy en día, en Minamata, un apacible parque reposa sobre incontables bidones con peces muertos (por envenenamiento) en su interior.

El cine estadounidense nos tiene acostumbrados a la figuración terrorífica de la casa/hotel construida sobre un cementerio indio. En Japón, sucede lo mismo, pero con un mercurio cuyo rastro y secuelas no desaparecen. Minamata Mandala es la historia de una maldición que late en la tierra y que cala en la gente. Del drama judicial al thriller político, del relato melodramático al cuento de fantasmas, de la disaster movie (a lo Hideaki Anno) al costumbrismo etnográfico, Hara explora de forma expeditiva cada uno de los registros de esta calamitosa función. Es más, del uso de material de archivo pasamos a la retransmisión, en pantalla partida, de ruedas de prensa de alta tensión, e inmediatamente después a la proyección de infografías que ilustran los efectos devastadores de los vertidos de metilmercurio. El documental va empalmando fases con la determinación furiosa de quien va pasando las páginas de un libro cuya lectura hace hervir la sangre. Quien sostiene la cámara está tan indignado que pierde las formas: el micrófono con el que se registran las declaraciones de un testimonio invade el cuadro, pero no importa. El distanciamiento inicial evoluciona, a marchas forzadas, hacia un discurso fílmico que alienta la rebelión popular.

Los murmullos en off del director ceden en favor de preguntas progresivamente más incisivas, que apuntan ahí donde más duele, pero que también conectan con el lado más humano de unas personas a las que el destino ha querido reducir a la categoría de muestra estadística. De repente, Minamata Mandala parece olvidar la batalla imposible contra los elementos, contra la muerte, y se pierde voluntariamente en el recuerdo de una historia de amor, en el vínculo sanador entre un profesor de caligrafía y sus alumnos, antaño niños que se quedaban embobados ante el televisor, ahora enérgicos jóvenes que prolongan la lucha de unas generaciones que ya acusan el desgaste de tanta brega. Por su parte, el film, como el propio desarrollo de la historia que cuenta, se eterniza, convirtiendo su visionado en un acto de resiliencia emparentable con la actitud a la que se ven abocados sus protagonistas. La trama da vueltas sobre sí misma, en un desesperante ciclo de apelaciones judiciales y giros copernicanos en la interpretación de las leyes. Con todo, cada episodio de esta crónica de la vergüenza nacional está presidido por picos de confrontación directa y visceral entre el pueblo y los representantes del poder. En los momentos de debilidad de unas autoridades desautorizadas, el documentalista huele sangre y se arroja al retrato sin concesiones de un espectáculo sin igual.

Hartos de cargar con sus estigmas, los malditos se desgañitan ante el ministro de turno, cortando de raíz sus tretas, sus malabarismos dialécticos, y le obligan, con legitimidad cívica, a que si incline ante ellos y les pida perdón. En un extremo, está la solemnidad de quien sabe que el tiempo y todos los demás factores juegan a su favor; en el otro, la pérdida de compostura de quien, sabiéndose perdedor, decide inspirar al mundo con un (pen)último e incontestable estallido de dignidad humana. Hara, aferrado a una combatividad punk, cumple la misión que se le había encomendado: capturar, con la clarividencia del loco disidente, la idiosincrasia japonesa. La más litúrgica de todas; la que, sin saberlo, camina desnuda.