Jaime Lapaz (D’A Festival de Cine de Barcelona)

“Contesta con naturalidad, como lo harías con los amigos”. Podría tratarse de un prompt (una indicación) para Chat GPT, pero es la directriz de un cineasta durante una de las entrevistas del casting con que se inicia Los peores (Les pires, 2022), la película de Lise Akoka y Romane Gueret que forma parte de la sección Transicions de la edición de 2023 del D’A Film Festival. En el film, un director está buscando a los chicos más duros de la barriada de Picasso, en Boulogne-Sur-Mer, al norte de Francia, que interpretarán a su vez a los personajes más duros en una cinta que pretende retratar los distritos más desfavorecidos de Francia. El casting debe encontrar a los chicos con más potencial para esos papeles, y termina reclutando a cuatro chicos (Lily, Ryan, Maylis y Jessy), los considerados como “los peores” del barrio. ¿Pero son los niños conflictivos o lo es su entorno? El largometraje expone desde este primer momento, en las entrevistas, sus principales temas, siempre entrelazados: la búsqueda de lo auténtico a través del artificio y el planteamiento ético del hecho de filmar. Todo ello, sin solemnidad alguna, con alegría.

En este complejo artefacto metacinematográfico, en el que la fina línea entre limitarse a mostrar conductas cuestionables en contextos de rodaje y justificarlas podría cruzarse en cualquier momento, se impone la rigidez metódica y temática. Si en la fascinante Quién lo impide (2021) Jonás Trueba rodaba sin rumbo, buscando hacer el retrato generacional más diverso y completo posible, al atender al proceso de madurez de los protagonistas durante años, Los peores restringe su objeto de estudio a un retrato social muy concreto, circunscrito a cuatro personajes que harán de representantes de una realidad específica durante un periodo muy breve (unas semanas). Si en la impostada Nuestras derrotas (Nos défaites) de Jean Gabriel Périot, los adolescentes entrevistados demostraban lo aprendido a través de sus frías interpretaciones de escenas míticas de la nouvelle vague, en Los peores el director protagonista elabora una ficción a partir de la realidad, subrayando los puntos más incendiarios del carácter de sus actores. En la vida real, Ryan no sabe controlar sus enfados, y tanto en el colegio como en su casa se le pide contención, mientras que en el rodaje se le insta a exteriorizar su rabia con un fin cinematográfico. Más tarde, esa experiencia parece darle las herramientas para controlar una rabieta. Los peores reivindica así el cine como un ejercicio de educación sentimental desde un tierno acercamiento a la experiencia colectiva de rodar una película. Un proceso que, para los críos, no deja de ser como un campamento de verano, cuando de niños salíamos de nuestro entorno y, por ende, podíamos transformarnos a nosotros mismos. Durante el rodaje, Lily (Mallory Wanecque, toda una revelación) descubre que le apasiona actuar. Y ahora, “¿¡quién lo impide!?”

Por su parte, Marc Esquirol elige la forma del mediometraje en Dos dies i l’eternitat, presentada en la sección Unimpulso colectivo. Pese a que el póster remite a la magnífica Tenéis que venir a verla (también) de Jonás Trueba, el trabajo de Esquirol se aleja de la sutileza y concreción del director madrileño. Los personajes se mandan whatsapps susurrando, como si fuera la forma más íntima de comunicarse, pero se desplazan corriendo dando voces, con el ímpetu de la adolescencia. Un viaje a Biarritz en blablacar, un chico melifluo, bañadores rojos y relaciones a medio romper y a medio empezar sitúan un argumento rohmeriano que sirve como excusa para experimentar con la puesta en escena. Por momentos racional, por momentos gamberro, casi siempre libidinoso, el mediometraje lanza piedras al mar sin esperar que caigan al agua, confiando en que surja la magia. Se trata de un cine lúdico con el que Esquirol juega desacomplejado, libre. En una de sus escenas más brillantes, la película se convierte de un momento a otro en una huida hacia adelante por las calles de una ciudad francesa. Los personajes prácticamente no tienen tiempo de mirar atrás, y la cámara les sigue a toda prisa y a toda costa, hasta que, de repente, pasan por un espejo y no pueden evitar pararse, mirarse a sí mismos y hacerse un selfie.

Por último, en la sección Talents, el D’A Film Festival acogió el estreno mundial de Un sol radiant, codirigida por Mònica Cambra y Ariadna Fortuny, proyecto colaborativo surgido tras un trabajo de final de grado. La película narra un apocalipsis asumido, sin estridencias: nadie puede salvar el mundo. La singularidad de la propuesta surge de la imbricación de su vertiente fantástica con un coming-of-age naturalista y rural –un registro habitual en el cine catalán del último lustro, de La vida sense la Sara Amat a La inocència, pasando por Libertad y Les Perseides–. ¿Pero cómo centrar una película en el acceso a la edad adulta de un personaje, Mila, que no llegará a alcanzarla? Sin recurrir al drama intimista y filosófico (como hiciera Lars Von Trier en Melancolía), ni a sátira cínica (Camille Griffith en Silent Night), ni a la buddy movie (Edgard Wright en The World’s End), Cambra y Fortuny apuestan por un apocalipsis de las pequeñas cosas. La gestión racional e irracional de la certeza de una muerte inminente es llevada con una aparente y digna calma, que se propaga por placeres vitales aparentemente intrascendentes (bañarse en el mar, hacerse un tatuaje, fumar). Y la tristeza por no poder vivir esas cosas nunca jamás choca con una naturaleza que parece más viva que nunca: el viento sopla como queriendo decir algo, los pájaros más que cantar parecen chillar. La elección de Laia Artigas para el papel protagonista, en su segunda aparición en un largometraje tras su descubrimiento en Estiu 1993 de Carla Simón, película de la que bebe sin complejos Un sol radiant, resulta todo un acierto por su virtuosismo para comunicar emociones a través de silencios.