“Este lugar muerto, de repente, está vivo para mí”, afirma Claude Lanzmann, autor del film-monumento Shoah, en El último de los injustos. Una evocación del diálogo entre vida y muerte que se erige en el hilo conductor del documental. Por una parte, encontramos la investigación rigurosa y crítica de la muerte en vida que sufrieron los habitante de Theresienstadt, un gueto “modélico” que sirvió de tapadora para los impulsos genocidas del régimen nazi. Y, por otra parte, está el convencimiento de Lanzmann de que la única manera de retratar cinematográficamente la máquina de muerte de Hitler es a través de los testimonios de los supervivientes y de las imágenes en presente. En definitiva, estamos ante una fábrica de historia oral. Bajo estos principios, Lanzmann recupera unas antiguas entrevistas con el rabino Benjamín Murmelstein, último presidente del Consejo Judío de Theresienstadt. Figura controvertida y magnética, este hombre de espíritu aventurero fue capaz de convertir el gueto que gestionava en un objeto de propaganda nazi con el objetivo de garantizar la supervivencia de sus habitantes. Contradicciones que dan pie al diálogo fascinante que mantienen Lanzmann, el documentalista angustiado por la abyección histórica, y Murmelstein, el protagonista de dicha Historia, que alejado de todo sentimentalismo defiende el pragmatismo como clave para la supervivencia.

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