“Ya vale, hasta aquí hemos llegado. NO leas lo que está en latín”, exclama uno de los personajes de La cabaña en el bosque, alterado, cuando su compañera se dispone a leer, en un antiguo diario, unas frases anotadas en la madre de las lenguas románicas. Al desoír la advertencia, la chica pone en marcha un mecanismo pesadillesco que servirá de motor para un film que el director Drew Goddard y el coguionista Joss Whedon convierten en un ejercicio metacinematográfico, una puesta en evidencia de los férreos códigos del género de terror. Un proceso autorreflexivo que, de tan autoparódico y liviano, puede llegar a parecer insustancial, abonado a la carcajada intrascendente. Sin embargo, en el corazón de la propuesta de Goddard y Whedon es posible hallar resortes que se enraízan en lo más hondo del tejido cultural de la ficción contemporánea. Por ejemplo: ¿Qué es lo que sucede con el latín y el terror? Al oírlo entonado en forma de himno eclesiástico, somos inmediatamente trasladados al universo de lo oculto, de lo sacrílego… en definitiva, al imaginario del misterio y el horror. ¿En qué momento se torcieron las implicaciones que este lenguaje y la música que lo acompaña conllevan? La respuesta más elemental nos conduce hacia una suerte de dicotomía moral que podemos rastrear en la lengua litúrgica de la Iglesia católica, capaz de albergar mensajes de virtud, pero también de dar a luz una suerte de reverso tétrico. Si puede ser el continente del mensaje de Dios, también será, de forma natural, una vía de expresión del Mal. El latín será, por ejemplo, el lenguaje de los poseídos.

Y de la liturgia religiosa al ámbito del audiovisual, que ha sabido otorgar a cierta tradición musical una resonante significación tenebrista. Como ejemplo paradigmático, cabe citar el caso del Dies Irae, reconocido fragmento de la Misa del Réquiem, atribuido, en el siglo XVII, al monje Tomás de Celano. El texto (Dies iræ, dies illa, Solvet sæclum in favilla…), que narra parte del día del Juicio Final, se entona acompañado de una melodía muy reconocible. Aunque varios compositores a lo largo de la historia de la música han tomado el texto para reescribir sus propias versiones (sumando polifonía en su armonización, variando el ritmo o añadiendo acompañamientos musicales más o menos elaborados), la reconocible línea melódica nos sigue transportando hacia el pasado. Ocurre al escuchar la versión de Hector Berlioz, que dotó de un aura lúgubre los primeros compases de El resplandor (1980). Berlioz incluyó el fragmento, desde un premonitorio siglo XIX, en su alucinada Sinfonía Fantástica, bajo el subtítulo de “Sueño de una noche de sabbat”, y Kubrick supo incorporar ese imaginario siniestro a su obra de terror esotérico.

También es posible encontrar trazos del Dies irae en el tema de Jerry Goldsmith para Poltergeist: fenómenos extraños (Tobe Hooper, 1982), en la partitura de Gottfried Huppertz para Metrópolis (Fritz Lang, 1927) o en el trabajo de Stephen Sondheim, cuyo oscurísimo musical Sweeney Todd (con versión fílmica de 2007 firmada por Tim Burton) contiene una referencia constante a las primeras notas de esta melodía. En todos estos casos, la cita musical se desprende de su significación original para conquistar el ámbito de la cultural popular, hasta el punto de llegar a ser más reconocida por su avatar cinematográfico que por su forma (religiosa) original. Algo parecido ocurre con otros atributos de la música eclesiástica, sea en su vertiente monódica, en los cantos gregorianos, o en su despliegue orquestal, en las misas. Jerry Goldsmith, por recuperar un nombre familiar, revirtió los códigos seculares en La profecía (Richard Donner, 1976), creando Ave Satani, una misa satánica cuyos elementos sonoros más característicos –las polifonías en latín, el color tímbrico del órgano– teñían toda la banda sonora del film. Por su parte, en Candyman, el dominio de la mente (Bernard Rose, 1992), Philip Glass también se sirvió del sonido del órgano para trasladarnos a un inquietante espacio mental. Una sonoridad que alcanzó una cierta plenitud expresiva en el trabajo con los sintetizadores del maestro del terror John Carpenter.

Siguiendo esta estela sonora, cultural y genérica, llegamos hasta la película de 2019 Nosotros, en la que el director Jordan Peele optó por elaborar, junto a su compositor de confianza Michael Abels, una pieza de obertura titulada Anthem. En ella, durante los créditos iniciales, y mientras un zoom out nos lleva desde un ejemplar a toda una pared llena de conejos enjaulados, se oyen unas voces que entonan un cántico amenazante, una tonadilla extraña y familiar a la vez. A priori, la instrumentación no apelaría a la tradición sacra occidental, sino que parece surgir de una inspiración más tribal, primitiva incluso. Sin embargo, esta es contrapuesta por un coro de más de 30 personas que, al unísono, harmonizan sobre una serie de bases eminentemente rítmicas. Aunque Abels afirmó, en una entrevista con la revista norteamericana Slate, que las letras son inventadas y que en ningún caso se pretendió referenciar lenguaje alguno, lo que explicaría la extrañeza, no se puede negar que el texto tiende hacia una especie de latín embrollado, siendo las tres primeras sílabas un “do-mi-na” claramente distinguible. Por su parte, tanto las características armónicas de la pieza como su articulación como “tema principal” en la película, acaban invocando inmediatamente el vínculo entre el canto religioso y el cine de terror. De algún modo, el caso de Abels y Peele viene a certificar una rotunda recontextualización, de las formas eclesiásticas a las coordenadas del cine de género, de la religión al pop. Un largo proceso de mutación en el que la fuerza de las tradiciones ha permitido que la forma se acabara expresando un modo casi autónomo, liberado del contenido original, convirtiendo la cita en una herramienta tácita y fértil.